Miércoles, mayo 1, 2024

Tránsito perpetuo

Este año se cumplirán 185 años de historia de la fotografía. Según Araceli Puanta y Juan Carlos Valdez en su artículo “A 180 años de la invención de la fotografía” publicado en el número especial que publicó la revista Alquimia del INAH en 2019 para conmemorar tal acontecimiento, “el 7 de enero de 1839, en la Academia de las Ciencias en París, Louis Daguerre presentó públicamente su invento: el daguerrotipo. Por aquellos años, Hércules Florence llegaría al mismo procedimiento solo que en Brasil, por lo que su hallazgo no fue conocido sino hasta la segunda mitad del siglo xx. Con el desarrollo tecnológico de las cámaras y lentes, así como la exploración con diversos agentes fotosensibles y soportes, la fotografía se volvió testimonio y luego memoria”. Por supuesto, según ellos también, Joseph Nicéphore Niépce habría logrado captar una imagen con procedimientos más rudimentarios en 1824 aunque, como suele suceder con muchos acontecimientos históricos, se suele conmemorar aquello más significativo como el inicio o final de algo. Como sea, resulta relevante notar que la fotografía lleva con nosotros la friolera de 185 años al menos. El año pasado, dediqué tres entregas de esta columna al estudio de la imagen, no solo fija, sino en movimiento, como dispositivo de memoria colectiva, familiar, social e incluso nacional y como fuente para el estudio de la Historia. No obstante, y a raíz de que ingresé recientemente a una nueva (para mí) red social, el Tik Tok, me interesé en reflexionar nuevamente sobre la imagen, concretamente la fotografía, en nuestra vida cotidiana. Mientras ojeaba páginas en la red para recopilar información de ello, me topé con el número especial de Alquimia que refiero líneas arriba y encontré una reflexión muy interesante de Laura González–Flores: la fotografía como fenómeno, como técnica, como dispositivo de memoria, como arte, siempre ha estado en movimiento. “Tal vez el duelo por la pérdida ontológica de la fotografía remita –afirma González– si aceptamos que ésta siempre estuvo en tránsito, en devenir; que, en tanto tecnología, su única naturaleza esencial fue el cambio, el desarrollo, la innovación; y que eso que reconocimos como una ‘esencia’ no era sino una condición metaestable de esas tensiones opuestas de fuerzas que conforman toda relación de materia, forma y energía implícita en la tecnología”. En efecto, la idea de tránsito perpetuo, de devenir constante, me resultan harto sugerentes, sobre todo cuando desde hace tiempo, sustentado en el semiólogo de la cultura, el ruso Yuri Lotman, afirmo que la cultura nunca se encuentra estática, siempre está en un cambio constante, en un movimiento perpetuo que, fuera de llevarla a la extinción, la vuelve imperecedera. La pérdida ontológica a la que se refiere González, es la que sentimos aquellos que estuvimos cerca de la fotografía “analógica” (en película y papel fotosensibles), ya sea porque se encontraba en nuestro entorno, o ya porque, como yo, la estudiamos y nos dedicamos un tiempo a ella, no sólo en cuanto a su toma, sino también a su trabajo en el laboratorio. La alquimia del tiempo la transformó en una más de las prácticas digitales y la encerró, no sin algo de tragedia, en la trivialidad del momento tiktokeroinstagramerofacebookero… Empero, rehuyó a comportarme como vejete anquilosado y renegar del presente añorando un pasado que ya no está, pensando que, al hacerlo, me ubicaré en una especie de altura moral afirmando que “todo pasado fue mejor” y que la fotografía era más difícil entonces y, por tanto, superior. Nada de eso, si acaso, es muy distinta.  

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Recientemente reflexionaba sobre la fotografía y el drama de su transformación con mis alumnos a partir de la discusión de la cinta “La increíble vida de Walter Mitty” (2013), dirigida y protagonizada por Ben Stiller. Para mí, esa película es un estupendo homenaje a aquellas cosas que tuvimos y que poco a poco se van desvaneciendo engullidas por el mundo de hoy. Quien haya visto la cinta, sabrá que la fotografía en película acompaña al personaje central en una especie de juego provocativo entre la realidad y la ficción, tal como sucedía con la captura de la imagen en haluros de plata y ahora vía los pixeles. En efecto, a través de la imagen, los que vemos más allá de ella, nos preguntamos la intencionalidad detrás de su producción y sabemos que, pese a que encontramos pedazos de realidad retratada, hay el capricho del fotógrafo que, mediante la técnica, nos ofrece su interpretación. Gracias a la imagen, concretamente una que está perdida, Mitty se ve obligado a zambullirse en el mundo real para recuperar, sin quererlo, su propia vida. La película también es una denuncia sutil de la estulticia con la que ciertos personajes del mundo de hoy abrazan el presente e ignoran deliberadamente el pasado, pretextando que es un obstáculo para que el futuro llegue. Ahí, los “Milei” del presente están representados por ejecutivos palurdos e ignorantes cuya única función es la destrucción en aras de un progreso pretendidamente irrevocable … incluso los virus tienen más sentido de vida que estos mequetrefes. Ignorantes de los procesos fotográficos, son fácilmente engañados por un Mitty que, aunque soñador, aunque empleado menor, conserva un excedente de información que estos ignaros con mente de inmediatez y vacuidad reguetoneratiktokera son incapaces de comprender. Es nostálgica la película, sin duda y encierra una belleza profunda en el fotograma perdido; pero a su vez, es muestra también del avance del tiempo, que todo lo cambia, todo lo destruye y lo reconstruye.  

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185 años han pasado y los procesos no son iguales ni por asomo. González cita a Jules Janin que escribía meses antes de la publicación del primer Daguerrotipo allá por 1839: “El prodigio se opera en el instante mismo, tan pronto como el pensamiento, tan rápido como el rayo de sol que baña la árida montaña o la flor apenas abierta […] Es un grabado al alcance de todos y cada uno; es un lápiz obediente como el pensamiento, un espejo que guarda todas las huellas; la memoria fiel de todos los monumentos de todos los paisajes del universo, la reproducción incesante, espontánea, infatigable, de cien mil obras maestras que el tiempo ha volcado sobre la superficie de la tierra. […] será el compañero indispensable del viajero que no sabe dibujar y del artista que no tiene tiempo de dibujar”. Cuánta verdad en las palabras de Janin pues la fotografía es un grabado al alcance de todos y es instantánea ahora, mucho más que cuando se inventó. Es la democratización del arte y, aunque no cualquiera que tenga un teléfono con una buena cámara es un artista, la mera posibilidad de que alguna de esas instantáneas se convierta en arte es fascinante. Recuerdo las imágenes de un fotógrafo norteamericano llamado William Klein (1926- 2022) que aprovechó la vida cotidiana para convertirla en arte; algo así vemos también en otros maestros de la lente geniales, como Henri Cartier- Bresson (1908- 2004), los entrañables Manuel Álvarez Bravo (1902- 2002), Lola Álvarez Bravo (1903–1993), Nacho López (1923- 1986), entre muchos otros que, entendiendo los procesos de toma y laboratorio, transformaron la imagen cotidiana, de estudio, o periodística, en portadora de belleza,  memoria e historia. Hoy, las cámaras inundan el mundo y gracias en buena medida a ellas, a las fotos y a los videos, muchos malandrines son exhibidos y, en muchos casos, la justicia llega; también son ocupadas para captar imágenes prohibidas, furtivas, que después son vendidas sin autorización o son utilizadas para chantajear o para destruir vidas. Y surge la ley Olimpia para contener tales vicios. Pero, con todo y esas corrupciones, la imagen avanza para mostrar lo mejor de quienes somos, para retratar una fiesta de cumpleaños, para fotografiar un hermoso cuerpo desnudo, para conservar un adorable atardecer. 185 años de maravilla en imagen… y los que faltan. Cierro con la conclusión de González que me parece contundente: “Más que la fotografía que conocimos hasta hace poco, es la fotografía digital —y sobre todo la que hacemos con el smartphone— la que verdaderamente cumple aquello que Janin imaginó en 1839. Incluso aquello que parecía imposible, encontrar un camino en los cielos… se vuelve hoy posible pero no mediante la fotografía motivo de nuestra nostalgia, sino gracias al aparato que todos llevamos en las manos y que ya no es sino el sucedáneo híbrido de aquello que conocimos como cámara”.  

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