En estos tiempos aciagos de neoliberalismo triunfante donde el pensamiento se encuentra atrapado entre academias anquilosadas, eurocentradas y volcadas en cumplir los iso9000, o encasillado en pseudo conferencia youtubera de diadema, hablar de intelectualidad o de intelectuales resulta sumamente complejo. No obstante, contemplo su discusión en términos de urgencia. Según el diccionario de la Real Academia de la lengua, un intelectual es aquella persona dedicada “preferentemente al cultivo de la ciencia y de las letras”. Sus sinónimos, según esa misma página, son pensador, estudioso, erudito, entre otros. En esencia, diría yo, un intelectual es quien ha dedicado buena parte de su tiempo a conocer y a producir conocimiento y a compartir ambos. Siguiendo lo anterior, estaríamos hablando de cualquiera de nosotros, especialmente aquellos que tienen mayor edad y experiencia, aunque no exclusivamente. No obstante, para la gran mayoría de las personas, un intelectual es aquella persona que se encuentra relacionada con una institución educativa, principalmente de nivel superior, que lee mucho y que sabe mucho; además, supuestamente debe poseer un manejo del lenguaje superior y debe acumular datos y conceptos en una enorme bodega ubicada en su memoria, de manera que cuando se le pregunte algo, debe contestar de inmediato. Y, para los más estereotipados, debe usar anteojos y vestir de manera desaliñada, ser delgado o en extremo gordo y no ser guapo. Para el mundo académico ultraconservador, ha de ser un hombre, medianamente maduro -un joven no pude ser intelectual, según algunos- y de tez blanca; algo similar si se es mujer. En realidad, todo ello no nos dice nada de la persona y mucho, eso sí, de quien se imagina algo así. Como sea, estamos acostumbrados a pensar que alguien que usa su intelecto como herramienta de trabajo, viene de la academia y tiene hartos estudios. Pensar que provenga de un pueblo originario, bueno, eso definitivamente no. Afortunadamente los y las hay y son muy diferentes a lo que nos imaginamos, aunque una buena parte se encuentren atrapados en la academia misma.
Reflexiono este asunto debido a que en diciembre pasado se publicó en la revista de la Universidad de México un artículo interesante: “¿Ser o no ser intelectuales indígenas?”, escrito por Tajëëu B. Díaz y Luna Marán, ambas provenientes de comunidades de la Sierra Norte de Oaxaca. Según nos cuentan, escribir sobre el tema resulta espinoso, pues no sólo se cuestionan la pertinencia de utilizar la palabra indígena, sino también la idea de la intelectualidad. También, las vías para ejercerla, como las redes sociales, los medios de comunicación o la escritura en general. Sin embargo, acometieron el asunto acudiendo a otras personas, también de comunidades de pueblos originarios del sur y norte de México. Para ellos, la cuestión es intrincada: “Al habitar un mundo local y otro externo, vivimos procesos complejos. Cuando regresamos a nuestros contextos, volvemos a aprender lo propio y lo redefinimos con lo que hemos visto afuera. Se trata de una redefinición infinita de la identidad: quiénes somos, qué queremos y por qué, a quiénes honramos con lo que hacemos. Todos los días trabajamos para construir una lógica de vida, tropezándonos en la traducción de una lengua a otra, de un sistema de pensamiento a otro. La llamada esquizofrenia cultural es la posibilidad de ser distintas personas. Pisamos la tierra protegida de nuestros ancestrxs y lxs recordamos con imágenes, sonidos y memes. A diario jugamos a traducirnos, a sabiendas de que traemos nuevas ideas que pueden generar tensiones en nuestros pueblos”. Exacto, es una esquizofrenia cultural que los lleva a pertenecer y dejar de hacerlo, a un vaivén identitario complejo, a cuestionarse y reafirmarse. ¿Ser indio o tsotsil?, ¿ser universitario y saber de Antropología o Filosofía o ser habitante de un pueblo totonaco de la Sierra de Puebla y creer y vivir con los mitos y ritos del lugar? ¿Todo ello en conjunto? Las autoras entienden que el concepto indígena lleva implícitos discriminación y exclusión, ambos procesos históricos; pero a su vez, es una categoría que, en parte, las ha definido de acuerdo con sus actividades y su identidad: “son cineastas indígenas, viven en una comunidad indígena y hablan una lengua indígena”. Sin embargo, para algunas de las personas con las que conversaron, tal concepto les produce rechazo y se autoidentifican como tsotsil, o’dam, mixe y zoque.
Lo mismo sucede con la idea de intelectualidad. Fuera de los conceptos hegemónicos, ellas afirman que “Nuestros pueblos parten de un principio: no todos sabemos todo, pero entre todos sabemos más, por eso hay mecanismos colectivos para definir quiénes tienen la sabiduría para llevar a cabo actividades distintas y específicas”. Y resulta interesante que, aunque varios de ellos hayan salido de sus comunidades para integrarse a la vida académica o que la educación formal haya llegado a sus pueblos, la comunidad misma es la que define quién tiene la sabiduría y quién no. La autoras continúan de esta manera: “Por su parte, Selene (Galindo, cineasta y antropóloga o’dam de Durango) advirtió que en el tránsito de la migración y en la vida cotidiana de las comunidades no se usa el término intelectualidad. Defendemos la lengua en el espacio virtual, creamos una representación digna de nosotros mismos en los medios audiovisuales, cultivamos nuestras lenguas con memes, recuperamos formas de alimentación ancestrales, cumplimos con los cargos que nos encomienda el sistema de autogobierno, creamos poesía y mucho más. No concebimos nada de esto a partir de etiquetas académicas ni lo dividimos en categorías rígidas; tampoco entendemos estas actividades como expresiones de intelectualidad. Por lo tanto, la pregunta por los intelectuales indígenas de la nueva generación proviene de una categoría externa que ha permeado nuestros imaginarios –algunos espacios incluso la reivindican.” El artículo nos lleva de la mano a través de diversas reflexiones colectivas por la intrincada realidad de la intelectualidad indígena, sea que se reconozca como tal, o se conciba de manera diferente. De hecho, reconocen ser influenciadas por otros referentes fuera de la escritura y la academia, como el activismo o la vida cotidiana de las comunidades al igual que cineastas, poetas, profesores, todos pensadores, todos, a su manera, intelectuales. Recientemente reflexionaba con mis estudiantes la construcción del concepto en nuestra Facultad de Filosofía y Letras y es común observar que ciertos colegas, mujeres y hombres, se asumen “intelectuales” por haber alcanzado el doctorado y estar en el Sistema Nacional de Investigadores y exigen ser llamados doctores, “pues su trabajo les costó”, como si se tratara de un cargo nobiliario de una aristocracia académica. Sin embargo, vale la pena preguntarse –yo lo hago todo el tiempo– qué es lo que pensamos, qué conocimiento producimos –si es que lo hacemos– y qué es lo que transmitimos. ¿Es una repetición de conceptos, teorías, metodologías europeas o gringas, o de cualquier academia latinoamericana de pensamiento eurocentrado? ¿O desarrollamos un pensamiento propio? Hablar del pensar indígena se extiende, por tanto, a hablar de pensar particular, regional, latinoamericano, mexicano, poblano, de barrio. Es decir, al igual que estas mujeres y hombres de identidades diversas, ¿no vivimos esa esquizofrenia cultural? Es decir, comemos, hablamos y nos desenvolvemos en contextos mexicanos, poblanos, latinoamericanos, no europeos, no gringos. ¿Por qué no pensamos de manera latinoamericana?, ¿por qué debemos hacerlo en función de lo que alguien más pensó en Francia o en Inglaterra en el siglo XIX, XX o XXI? Después de todo, México, como muchos otros países latinoamericanos, vive el mismo vaivén intelectual que los y las intelectuales indígenas. No somos europeos y para ellos en realidad nunca lo seremos. Nos aplauden, quizá, cuando ven que hemos comprendido sus ideas y nos dan palmaditas en la espalda cuando ven nuestros amplios esfuerzos por seguir sus pautas y procedimientos. ¿Hay horizontalidad? Pocas veces, la verdad. Entonces, ¿podemos en verdad hablar de intelectualidad mexicana? Como afirman las autoras, de “acuerdo con Selene, la categoría de intelectual indígena también ha servido para cubrir cuotas dentro de las instituciones del Estado. Explica que pertenece a sistemas de validación ajenos y se relaciona con el estatus que se obtiene con la enseñanza escolarizada. Todo esto le genera rechazo, aunque sabe que ella misma podría ser catalogada como intelectual indígena”. A nosotros no sucede exactamente lo mismo: estamos atrapados en sistemas académicos de raíz europea y evaluándolos con procedimientos europeos o gringos también, dictados desde el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y el Banco Mundial. Estamos atrapados en intrincados procesos de escritura y validación académica en revistas de alto impacto que responden a necesidades externas, no a realidades mexicanas. Hacemos tesis, artículos académicos, libros, dictamos conferencias y participamos en congresos -muchos de los cuales son meros escenarios para “glorificar” vacas sagradas- para decirnos lo bien que entendimos a tal o cual autor sin siquiera decir esta boca es mía porque eso no necesariamente está permitido. Como dicen las autoras, seguimos “existiendo a pesar de todos los procesos colonizadores. Fuera de la academia tradicional, las comunidades viven una pulsión y una riqueza vibrantes, creativas, críticas, arriesgadas y dotadas de humor. La escritura, el cine, la radio y las redes sociales pueden amplificar nuestras ideas, pero a la vez silencian e invisibilizan una diversidad más grande de voces. Tenemos claro que lo que vemos, leemos y escribimos en esos espacios es una muestra mínima de la capacidad creativa y transformadora de nuestros pueblos”. Nosotros, aunque no somos tsotsiles, mayas o teenek, también estamos colonizados y buscamos cancelar nuestra identidad constantemente, sea a través de buscarnos siempre lo occidentales que somos o a la fuerza de domesticarnos académicamente hablando. Tenemos mucho que aprender de estas intelectualidades indígenas pero, sobre todo, su valor frente al colonizador.