Miércoles, mayo 1, 2024

La palabra

La palabra, esa “palabra” que dice mucho y dice poco, según se le vea. Es una partícula fundamental del lenguaje o es, en sinécdoque, una representación del todo. Pensada, puede ser una oración o puede llevar a quien la cavila a los pecados más deliciosos. Hablada, puede ser capaz de edificar, de crear, de enunciar, invocar, evocar; pero también puede destruir, dominar, domar, adoctrinar, justificar todo lo justificable. Se desparrama de las bocas de muchos políticos y políticas como una sustancia lodosa que confunde, que se contradice, que viaja vacía de sentido, hueca y se posa en el intelecto de los más crédulos. Así, la palabra languidece una vez pronunciada, desfallece lentamente y muere. Se vierte desde la Academia con frecuencia para aleccionar y recrear lo ya dicho, en una simple “recapitulación del conocimiento”, parafraseando al “Venerable Jorge”, ese monje ciego, antagonista interesante de “El Nombre de la Rosa” de Umberto Eco, fiel representante de las Academias desde siempre. La palabra domesticada domestica a su vez; la palabra aventurada en discursos vacuos contribuye al vacío en el que nos encontramos; la palabra construida por inteligencia artificial no sólo sustituye la habilidad que tenemos para la leer, escribir y hablar, sino que anula también nuestra capacidad de pensar. Pero eso viene bien con el mundo de hoy que celebra la estulticia y eleva a estadista a los Milei, a los Bukele. La palabra, es diversa, compleja, misteriosa y maravillosa. 

Pero ¿qué pasa si la palabra se convierte en agua y, por ende, en vida? Pasa que se integra en la vida de las personas que la profieren y lo hace en un sentido comunitario. Tal como lo reflexiona Pedro Uc en un por demás sugerente artículo “Y la palabra se hizo agua…”, publicado en el Ojarasca de enero de 2024, la palabra “es un ente de poder, es creadora, es madre, es formadora, es talladora, es artista. Dicen los libros antiguos como la Biblia que la palabra creó el mundo, que además se hizo carne, se convirtió en un ser humano; así mismo lo consagra el Popol Vuj, ‘cuando llegó la palabra’ entre los padres y madres primeras la juntaron y decidieron crear la tierra con esas palabras reunidas. Así lo cuentan dos culturas distintas y distantes pero coincidentes en este pensamiento”. Según su lectura del Popol Vuj, la palabra está relacionada con el agua y no sabe definir si el agua viene de la palabra o viceversa. Y afirma que llega a estas reflexiones debido a que, tanto la palabra como el agua, se encuentran en crisis en la Península de Yucatán. Allá, mediante la palabra, los poderosos han transformado el agua, la han encarcelado, la han “concesionado”. “Las palabras verdaderas -dice Uc- las han convertido por el poder político en no-palabras, en mentiras, los cenotes de agua virgen los han convertido en piscinas de aguas muertas, en una celda de encarcelamiento para el placer de la anti-palabra, de la sequía, del vacío. Hay una guerra declarada en contra del agua, la han esclavizado, pero le llaman concesiones, así matan dos pájaros en un solo tiro, usan la palabra para justificar la esclavitud del agua”. Para el pensamiento de estos pueblos mayas y de muchos otros pueblos originarios de México y América en general, esto es un despropósito pues el agua no es de nadie y mucho menos se puede concesionar. Siguiendo con su reflexión, lo mismo sucede con el agua de los cenotes, contaminada por las porcícolas y dañada por el tren maya que destruyó hectáreas de palabra convertida en selva, tierra, árboles. Concesiones, interés nacional, desarrollo, progreso. ¡Vaya cantidad de perjuicios se han producido a partir de esas palabras! Esta perversión también ha dañado a la palabra convertida en jaguar, venado, tlacuache, pájaro, que son atropellados, desplazados, muertos. Es una palabra ahora de metal, de químicos, de turismo, con tufo a podredumbre, corrupción, dinero, transnacionales, mercado.  

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Sin embargo, la reflexión invita a repensar la palabra en clave de estos pueblos. En estos términos, la palabra es un contrato establecido entre quien la profiere y quien la escucha. Permite que los que respiran en torno a ella, vivan en comunión donde lo que motiva la acción es lo común y no la mezquindad de obtener lo que uno desea. No se trata de atraer al otro mediante la palabra para convencerlo de mis argumentos, sino de permitir que, a través del diálogo, se alcance una conjunción armónica. Y tal conjunción integrará no sólo a los seres humanos, sino a todo lo que puebla el mundo en el que vivimos, animales, plantas, tierra, agua. Es pensar que, si contaminamos la palabra, contaminamos el agua y nos contaminamos a nosotros mismos. Es pensar si en verdad es tan necesaria esa coca cola en mi vida, esa que priva a diversas comunidades del agua, esa que tan convenientemente ha sido “concesionada”, pervertida. Hoy la palabra, igual que el agua, adquieren un carácter vital para nuestras vidas y es justo devolver a la palabra el sentido que nos muestran nuestros pueblos originarios. De hecho, como nos comparte Lucas Ruiz en su libro “Nichimal k’op. Etnografía del discurso ritual en Los Altos de Chiapas” (2021), el discurso (k’op) se vierte en la lengua bats’i k’op, es decir, el tsotsil. “Bats’i” alude a lo “verdadero, lo diestro, lo auténtico”. De hecho, ellos se autodefinen como los “bats’i viniketik y bats’i antsetik “hombres y mujeres diestros, verdaderos o auténticos”. Esto pudiera ser una marca de identidad centrada en el habla, en la palabra, cierto; pero también se convierte en un compromiso relacionado con la verdad y lo correcto relacionado con ello. Mucho de esto lo podemos leer en el ya clásico de Carlos Lenkersdorf, “Los Hombres Verdaderos. Voces y testimonios tojolabales” (1996). Y el carácter dialógico de la palabra para los tojolabales, que implica la idea de que uno habla y los demás lo escuchamos, es decir, la escucha atenta, lo encontramos en el libro, también de Lenkersdorf “Aprender a escuchar. Enseñanzas maya- tojolabales” (2008).    

Decir algo nunca ha tenido un papel más importante que en el momento en que vivimos, cruel encrucijada que nos hace decidir sobre lo que somos, vivimos y queremos vivir. Por supuesto, a lo largo de la historia de la humanidad, los seres humanos han enfrentado incontables bifurcaciones como la de hoy; sin embargo, les guste o no, esta es la que nos ha tocado vivir, no las del pasado, no las del futuro. Es crucial aprender de nuestra historia, de lo dicho, de las voces y los silencios, para entender nuestro lugar en el presente, ese que vivo como consecuencia de quien he sido, pero que se encuentra en constante movimiento, tal como lo hace la palabra y su maravillosa polisemia y polifonía. Uc nos dice que “es necesario cuidar la palabra, es urgente circularla, nos hace falta honrarla para que recupere su potencial como madre creadora, no podemos seguir emitiendo sonidos de nuestra boca para confundir más a la gente como lo hacen los partidos políticos y muchos grupos religiosos, ellos con- funden las palabras con el ruido porque es la estrategia de conquista y colonización. La palabra está en el agua, está en los árboles, está el viento, es el ik’ilt’aan que piensa en su par, en ser comunitario, es la palabra que deslinda, que surca para hacer asamblea y alejar el ruido desestabilizador”. Haré énfasis en algo que dice Uc, la idea de “circular la palabra” lo que implica hacerla colectiva, compartirla, vivirla en conjunto, asumirla, hablarla y respetarla, como debieran respetarse los acuerdos de palabra. Si tan sólo eso existiera, no habría tanta legislación ni sistemas de coerción, corrección, represión. Nada hay más revolucionario que la palabra, su enunciación, su escucha; que circularla libremente, en la clandestinidad, en la familia, en la comunidad. Al sistema le conviene que no la usemos, le conviene la “economía del discurso” y le conviene el establecimiento de reglas para cuando sea usada, atraparla, contenerla y sancionarla vía las Academias de la Lengua. Por ello molesta tanto el discurso inclusivo, porque es una demostración de que el lenguaje vive en el presente y respira con o sin la RAE. Por ello, repito, cuidemos la palabra y circulémosla, conscientes de que, al hacerlo, vivimos.   

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