Domingo, junio 15, 2025

Cruz

En el número más reciente de la revista Arqueología Mexicana, dedicado a “La Sangre en el México Antiguo”, viene un ensayo sumamente interesante del investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, Patrick Johansson intitulado “El arribo de la cruz a Mesoamérica” con un subtítulo “Ohmáxac, cruces y encrucijadas del espacio tiempo”. En él, Johansson diserta sobre el significado de la cruz en el ámbito mexica y el contacto con la nueva cruz traída por los europeos, su comprensión por los mesoamericanos y su posterior adopción. Como todo lo mesoamericano, un símbolo como la cruz no sólo tenía múltiples significados, sino que, una vez evangelizados, los pueblos otrora mesoamericanos la adoptaron de formas peculiares. Johansson nos dice que el “emblema cristiano tenía una forma con la que los pueblos mesoamericanos estaban familiarizados. La cruz (sin mayúscula) simbolizaba la intersección ígnea de los ejes correspondientes a los cuatro rumbos cardino-temporales, subyacía en la representación pictográfica del espacio-tiempo, es decir, en la imagen del mundo,  y había sido in illo tempore el fundamento tetralógico de su expansión. En este mismo ámbito cosmológico, los cruces de caminos, ohmáxac, eran lugares donde convergían las fuerzas ocultas del universo, donde el movimiento espacio-temporal parecía ‘desorientarse’, ya que diversos rumbos se abrían delante de él. En la encrucijada indígena, una verticalidad axial comunicaba las profundidades telúrica-nocturnas del inframundo, Mictlan con las alturas eólica-diurnas del cielo, ilhu  ícatl, eje que intersectaba con la horizontalidad de tlaltícpac, la tierra. El norte se situaba a la vez en el plano horizontal del septentrión, mictlampa, y en la verticalidad del noveno nivel del Mictlan, nadir del ciclo solar”. Existen testimonios de europeos que al ver representada la cruz en la expresión escultórica o arquitectónica, intuyeron la presencia de Jesús por esas tierras. Más adelante, nos dice Brading por su parte y Solange Alberro, por la suya, se aprovecharán mitos prehispánicos, como el fundacional mexica y símbolos como el árbol cósmico, para construir un patriotismo criollo que llevará a gente como Fray Servando a afirmar categóricamente que la Vírgen de Guadalupe era Tonantzin y Quetzalcóatl Santo Tomás.

Todo va relacionado con el ámbito simbólico y, en el encuentro entre las diversas culturas mesoamericanas y europeas, encontramos interpetaciones, traslapes, confusiones. Como lo escribí en mi libro “¡Se han sublevado los Indios! Canek, cambios y continuidades de un símbolo maya” (2018), para “Lotman, el símbolo es cierto ‘contenido que a su vez sirve de plano de expresión para otro contenido, por lo regular más valioso culturalmente’ (1996:102). Es decir, que su expresión depende indudablemente de un contenido determinado que está implícito en él pero que nos lleva a otro plano de significación. Esto es particularmente claro en el símbolo de la cruz que, en sí misma, representa dos tramos transversalmente colocados, pero que nos remiten, en otro plano de sentido, a la religión católica, o bien, en determinados contextos, al quincunce mesoamericano o a la expresión del axis mundi en la tradición mesoamericana también”. En este sentido, Johansson nos dice que en “el contexto cognitivo indígena prehispánico los signos, machiotl, eran sentidos, percibidos y procesados conceptualmente con base en su forma, ya fuera visual, sonora, táctil, olfativa o gustativa. Saber era esencialmente ‘sentir’, lo que el vocablo náhuatl (tla)mati expresa claramente. En este mismo contexto y por la misma razón, la forma de lo que se manifestaba visualmente se imprimía en la mente y el corazón de los seres que lo veían, generando una aprehensión ‘sensible’ de su significado”. Esto es, según su argumentación, que lo que era nombrado, tomaba forma y brotaba en el entendimiento, como un nacimiento y era tangible. Por tanto, se establecía una relación dialógica entre lo que el testigo del acontecimiento sabía con antelación con respecto a lo que veía (la cruz), pero, pasado por el tamiz de su presente, iba renombrándolo a través de las circunstancias para después adquirir nuevos significados, pero eso sí, sin perder del todo los anteriores. Se trata de un proceso de enorme complejidad y que ha sido tratado con una simpleza atroz. Es decir, se dice que la cruz cristiana sustituyó todo lo anterior y los pueblos originarios, ya por imposición, ya por adopción, asumieron el símbolo y lo que llevaba consigo de significación. Nada más lejano a la realidad.

Para Carmen Valverde, en su artículo “La cruz en la geometría del cosmos maya”, publicado en la revista Estudios de Cultura Maya (2013), la geometría del cosmos maya está representada por tal símbolo y, como hemos dicho, los cuatro puntos cardinales (representados por cuatro ceibas sagradas) tendrán en el centro una quinta que representará el axis mundo por el que suben y bajan las energías desde el cielo al inframundo y viceversa. “Reafirmando inocentemente este concepto -dice Valverde-, los españoles a lo largo de los tres siglos de Colonia, colocan cruces justo en el centro y en las cuatro esquinas de cada pueblo. (…) [esto] puede haber dado fuerza al culto de la cruz personificada, teniendo en cuenta que estas pilas de piedra (montículos prehispánicos) fueron de gran importancia en las ceremonias, particularmente las que tenían conexión con los guardianes de la aldea, que se relacionaban con la dirección, el color y el año que estuviera dominando ese momento”. En mitos y rituales de las zonas mayas encontramos constantes referencias a los cuatro rumbos del cosmos; ello se extiende también al número de protagonistas de estas historias. Por ejemplo, en el Popol Vuj, son cuatro los primeros hombres formados por el maíz. En el Chilam Balam de Chumayel son cuatro las ceibas relacionadas con la creación. Hay una fuerte relación de la cruz con el árbol y en muchos poblados mayas de Chiapas en la actualidad, se suelen colocar en momentos específicos cruces de color verdes adornadas de ramas de pino. Este sentido arbóreo va relacionado sin duda con el axis mundo, ese espacio de comunicación entre el cielo y el inframundo. De hecho, según nos relata Solange Alberro en su libro “El Águila y la Cruz, orígenes religiosos de la conciencia criolla” (1999), la cruz se relacionará con el árbol y a su vez, con el nopal; Cristo, en su momento, con el águila y, por tanto, el mito fundacional con la cruz. Habrá, como se ve, múltiples interpretaciones de la cruz, dependiendo de las épocas y los espacios.

A su vez, como también nos cuenta Johansson en su ensayo, el símbolo representa una encrucijada, el espacio donde convergen los cuatro rumbos, cuatro caminos, sitio liminar entre muchos ámbitos (algunos relacionados con lo anímico y espiritual) y entre diversidades temporales. Marcan las encrucijadas el tiempo de las decisiones, de un antes y un después. Por ello, según Jonansson, Moctezuma recibe por primera vez a Cortés en una encrucijada de camino, en un templo dedicado a Toci, deidad femenina, patrona de las mujeres muertas en el parto, las Cihuateteo, para que ellas, en su carácter de custodias de las encrucijadas, fueran testigas de este infausto encuentro. Es mucho lo que podemos decir con respecto a la cruz, su entendimiento, adopción y significación por parte de las comunidades originarias desde el momento del contacto hasta el día de hoy. Su importancia no radica en la mera “cristianización” de estos pueblos, sino en los complejos procesos de aceptación, adopción y resignificación de un símbolo tan poderoso para las culturas mesoamericanas como para las europeas invasoras.

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