El año 2017 ha cerrado de manera sumamente compleja: se han dado incrementos constantes en los precios de los energéticos y de la tortilla. Contrariamente, el incremento al salario mínimo fue paupérrimo y, por si fuera poco, el peso sigue sin recuperarse realmente frente al dólar, lo que también contribuye al encarecimiento de la vida. A lo anterior se suman la promulgación de la Ley de Seguridad Interior –que pone las tareas de seguridad pública en manos del Ejército– y la aprobación en el Senado de la Ley de Biodiversidad –que permite acciones industriales en áreas protegidas.
En lo regional, principalmente en la colindancia con las ciudades de San Martín Texmelucan y Puebla, la violencia se ha agudizado y, en el contexto local no sólo aumentaron las tarifas del transporte público, sino que la violencia común como los robos y asaltos parecen no disminuir. Además de lo anterior, el año electoral nos bombardeará de campañas mercado–tecnológicas mediante las cuales, cada uno de los candidatos intentará ganar el voto de las personas.
Este contexto generalizado complica la vivencia de los derechos humanos, dado que el incremento de los costos de la vida, en un estado cada vez más neoliberal, impide el acceso a derechos fundamentales como la salud, educación y vivienda, condiciones básicas para que los seres humanos puedan desarrollar sus habilidades y potencialidades.
Este encarecimiento de la vida también se vuelve un caldo de cultivo para el surgimiento o fortalecimiento de las actividades delictivas, pues en la medida en que no se puede acceder a trabajos bien remunerados y, por lo tanto, no se tiene la capacidad de satisfacer necesidades básicas como las arriba mencionadas, se buscan otros canales de satisfacción.
Uno de ellos puede ser la delincuencia, la cual en algunas modalidades como la trata, el secuestro o el robo de hidrocarburos, moviliza grandes cantidades de dinero. En este sentido, utilizar al Ejército para contener delitos como el narcotráfico ha sido una estrategia fallida en los últimos dos sexenios. Si de verdad se quiere implementar una política de fondo que reduzca el delito se deberá, al menos, garantizar el goce de los derechos humanos por un lado y, por el otro, luchar contra la impunidad y la corrupción.
Más allá de los discursos con los que ya iniciaron los precandidatos y los “pre”candidatos (candidatos ya por la vía de los hechos) en los que incluso se retoman discursos políticos de hace más de 20 años, es necesario que como sociedad tengamos una agenda clara respecto a las necesidades más urgentes que se deben de atender desde la política pública y tener también presente los criterios éticos desde los cuales habrá que calificar a cada uno: su historia, su trabajo, su visión de la política pública, su práctica respecto a los derechos humanos y la democracia, entre otros.
Quizá aún más importante que lo anterior es que, como ciudadanía, definamos una agenda clara de prioridades que, quienes lleguen a los puestos públicos, deberán atender. No necesariamente por la vía de la graciosa concesión y la buena voluntad, sino por la capacidad de visibilización y exigencia que la ciudadanía tengamos a lo largo de los periodos gubernamentales.
Es claro que en el actual sistema político–económico se privilegia la ganancia y la acumulación de riqueza por encima de las necesidades fundamentales, del respeto a la naturaleza y del acceso a la justicia, y es desde estos últimos criterios que la ciudadanía debería(mos) construir articulaciones que tengan un impacto más amplio en los derechos humanos y en la sociedad misma, así como una agenda que se convierta en una plataforma permanente de exigencia a cualquier servidor público.
2018 es un año que nos volverá a poner a prueba como ciudadanía, es decir, como a personas conscientes de sus derechos. Veremos si algo ha cambiado o si nuestra ciudadanía se sigue comportando como una de segunda clase, incapaz de denunciar las injusticias y de anunciar un futuro mejor para las generaciones venideras y de exigir acciones claras a sus gobernantes.