La campaña electoral provoca álgidas emociones y confusiones que campean por rumbos insospechados. Los candidatos se enzarzan en dichos y contradichos. Caprichosos y falsos unos; otros, por demás fundados y realistas. Y, en ese lugar que bien puede llamarse la tragedia mexicana, radican la pobreza y su gemela, la desigualdad. Es el tópico que permea todos los demás: la justicia, la violencia o las carencias de infraestructura. Siempre la desigualdad y su componente hermano, la pobreza, aparecen en el horizonte. Y esta aparición exige que, tan escabroso tema, sea abordado con la profundidad y la entereza política que merece; Se tiene que reconocer las múltiples dimensiones, que como fenómeno complejo lleva consigo. No se puede apreciar con la debida precisión y, sus alcances y consecuencias, si no se empareja con aquello que hace posible su tratamiento: el financiamiento que requiere asentarlo en un efectivo programa de gobierno. Uno que cumpla el mandato de incidir, de frente y de lleno en la pobreza y la desigualdad.
La numerología, resalta con la crudeza necesaria sus causales y dimensiones que son ya ampliamente conocidas. Ya sea que la pobreza se describa como proporción del PIB, o como la cantidad de individuos afectados por esta inhumana condición de marginalidad. Los expuestos y estudiados datos, hablan un lenguaje comprensible y terrible. Similar caso se aplica a la desigualdad. Ya sea, que ésta sea precisada mediante el probado coeficiente de Gini o con las habituales comparaciones en el bienestar o el consumo de las distintas clases sociales. La desproporción inhumana de los niveles de riqueza acumulada por unos cuantos, resalta y ofende la conciencia social. Una de las métricas más usadas para ubicar la desigualdad apunta al desproporcionado reparto de los ingresos entre el capital y el trabajo. Y es la misma historia que permite apuntar la prevalencia de este arraigado problema como una realidad que ofende la dignidad colectiva.
Transformar tanto el asunto de la pobreza como la desigualdad, es urgente tarea de gobierno. Requiere contar con la capacidad financiera para darles salida. Es decir, completar el cuadro de lo que el Estado requiere para iniciar la pospuesta tarea de finiquitar o minimizar tan ilegítima llaga social.
La hacienda pública nacional actualmente no puede fondear programas comprensivos que aseguren, primero, detener la inercia que acrecienta la desigualdad. Al tiempo que se deben atender los muchos tópicos del desarrollo. Los actuales niveles de ingresos públicos, que apenas llegan a 17.3 por ciento del PIB, aunque el Banco Mundial recomienda el 25 por ciento, el incremento en el volumen impositivo debe ser 35 por ciento, indispensable para incidir en los dos problemas planteados: atacar la marginalidad y asegurar el balance de ingresos y riqueza. No se puede de otra manera, porque la desigualdad implica reducir el poder usado eficazmente, para no contribuir con lo que la justicia demanda. La muy rala aportación de los grupos acumuladores de riqueza exige, no sólo voluntad, sino una dura y delicada negociación para el convencimiento. Pero no se puede aceptar la posposición del desnivel de ingresos entre grupos, individuos y regiones que ahora distinguen a México. Imaginar un momento más seguro para emprender la reforma fiscal que incremente ingresos hacendarios es resignarse a vivir con estigma ancestral. Sabiendo, como se ha probado, que la acumulación tradicional de los poderosos impedirá la ascendencia de los necesitados.