“–Pero papá –le dijo Josep
llorando–. Si dios no existe,
¿quién hizo el mundo?
“–Tonto –dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto–. Tonto. Al mundo lo
hicimos nosotros, los albañiles”.
Eduardo Galeno,
El libro de los abrazos.
La muerte, la única certeza que tenemos después de nacer, volvió a ser inoportuna, como siempre, a mostrarse dura, sin contemplaciones y se llevó a Eduardo Galeano, el mejor escuchador que tenía América Latina.
Aún es pronto para comprender la enorme pérdida que ha sufrido Nuestra América. Cuántos con él aprendimos a sentirnos latinoamericanos, reconocer nuestra historia de naciones explotadas, dependientes y colonizadas y recuperar la memoria de las hazañas por la emancipación. Había que abrir nuestras venas para entender esa historia dolorosa y esas luchas luminosas y Galeano lo hizo con maestría excepcional.
Galeano, en el conjunto de su obra, logró unir el sentir con el pensar. No eran sus libros un sentimiento separado del pensamiento, era más bien una especie de “pensentir”, que permitía no sólo entrar al laberinto de nuestra realidad, a veces tan difícil de comprender pero que Galeano supo expresar con el rigor científico de historiador apasionado por Latinoamérica, su nación.
Pero al rigor del pensamiento, que ordena y expone los hallazgos de sus indagaciones, Galeano supo sumar la pulcritud literaria. Así, sentimiento, pensamiento y poesía caracterizan toda su obra.
Eduardo Galeano era marxista; sabía que las ciudades eran quienes las habitan y no las cosas; reconocía a la democracia como una relación social que podía construirse con el esfuerzo colectivo, pero también sabía que quienes ejercen el poder provocan el miedo global que pervierte las relaciones sociales, que aísla a las personas y las llena de miedo: “La democracia –dice en Patas arriba– tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir”; es el tiempo del miedo: “Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo”. Bella, manera de expresar el presente de una sociedad decadente, pero también decir del futuro que se quiere: sin el miedo de la memoria ni del lenguaje; ni de hombres que temen ni mujeres con miedo.
Muchos latinoamericanos aprendimos con Galeano a entender a Nuestra América, como la llamaba José Martí; supimos de la importancia que tenía y tiene la defensa de Cuba y hoy de Venezuela y de todos los gobiernos progresistas que han llegado al poder con el apoyo popular, cuya conciencia Galeano ha contribuido a forjar. De su libro Las venas abiertas de América Latina se han publicado 750 mi ejemplares, y Hugo Chávez entregó a Obama un ejemplar para que recordara lo que Estados Unidos ha hecho en contra de la soberanía, la independencia y la libertad de nuestra América.
Finalmente, con Galeano supimos de la existencia de la utopía, que decía está a unos metros de nosotros y que si nos acercamos cinco pasos hacia ella, ésta se aleja cinco pasos, si damos 10 pasos se retiraba 10 pasos, y entonces ¿para que sirve la utopía?, se le preguntó, y respondió Galeano tranquilamente: para eso, para avanzar, para no detenerse jamás.
Al final del Libro de los abrazos, Galeano escribe lleno de emoción un brece texto que tituló “El aíre y el viento”: “A veces me reconozco en los demás. Me reconozco en los que quedarán, en los amigos abrigos, locos lindos de la justicia y bichos voladores de la belleza y demás vagos y mal entretenidos que nadan por ahí y por ahí seguirán, como seguirán las estrellas de la noche y las olas de la mar. Entonces, cuando me reconozco en ellos, yo soy aíre aprendiendo a saberme continuado en el viento.
“Me parece que fue Vallejo, César Vallejo, quien dijo que a veces el viento cambia de aíre. Cuando yo ya no esté, el viento estará, seguirá estando.”