La salida reciente de Gran Bretaña de la Unión Europea, decisión que tomaron los británicos a partir de un referéndum denominado Brexit, ha generado un sinfín de comentarios, críticas, pánico en los mercados y rasgamiento de vestiduras a nivel mundial. De hecho, cual representación clara de los riesgos de la democracia, resulta que la decisión se tomó por una pequeña diferencia –apenas 51.9 por ciento votó a favor del abandono de la Unión–; si a eso le sumamos que no todo el electorado votó y a que el padrón no es la totalidad de los habitantes del Reino Unido, bien podríamos decir que una minoría tomó una de las determinaciones más importantes de la vida reciente de ese país. Tal noticia nos lleva a varias reflexiones, algunas de las cuales he presentado en otras entregas de este espacio. Antes que nada, habría que decir que los británicos son, en esencia, ciudadanos sumamente orgullosos de su país, de su herencia y de su historia –colonizadora, belicosa y soberbia al hartazgo–. Durante una investigación que realicé hace algunos años sobre nacionalismo, me topé con un autor bastante peculiar: Adrian Hastings, que, “desde el pensamiento cristiano –según nos dice Raúl Moreno Almendral para la revista española Arbor– realiza una dura crítica al modernismo y más concretamente a Hobsbawm en The Construction of Nationhood: Ethnicity, Religion and Nationalism, (…) Al igual que Greenfeld, Hastings cree que la clave de todo está en Inglaterra, cuyo carácter nacional retrasa a la Edad Media y en la puesta por escrito de la lengua vernácula, proceso en el que la Biblia juega un papel fundamental. Para Hastings, existen naciones y nacionalismos medievales que no son muy diferentes a sus versiones modernas (algo que se le ha criticado mucho) y aspectos como la etnicidad y la religión (más bien la imaginación religiosa) son el núcleo para la conformación de naciones, pese al fuerte rechazo que producen en los modernistas (Hastings, 2000, pp. 11–51). El radicalismo antimodernista de Hastings le ha costado el ostracismo intelectual hasta la actualidad y un buen número de críticas bien fundamentadas”. Como se ve en la cita anterior, acaso un sentimiento nacionalista podría explicar en parte el comportamiento de los británicos separatistas, es decir, que el orgullo de estos ciudadanos, sumado al terror sembrado por el Estado Islámico en Europa y al desbordamiento de los flujos migratorios que “amenazan” al continente en su conjunto, habría determinado su voto. Los británicos que de por sí no se sentían europeos, simplemente cerraron la puerta.
Por supuesto, este renacido sentimiento nacionalista no sería suficiente y se alimentó de manera contundente con el avance de una derecha conservadora orgullosa de su nación y tradiciones, muy religiosa y poco dispuesta a aceptar que les lleguen más migrantes; se ha dicho que en su mayoría fueron personas viejas y que los jóvenes habrían votado por permanecer en la unión. Considero que habrá que matizar esa afirmación pues se ha visto que el avance de la derecha y del conservadurismo en el mundo, ha contado con una fuerte presencia juvenil. Como sea, está claro que un porcentaje importante de esa región decidió vivir en el ostracismo que el mismo Hastings vive intelectualmente. Lo hizo además con un expreso rechazo a la modernidad representada por el neoliberalismo y uno de sus productos más discutibles: la globalización. Hay que ser muy advenedizo para no percatarse de que la globalización ha fracasado en garantizar las ventajas que tanto prometía en los 90 y lo que hemos visto es que la economía globalizada se ha imbricado para generar crisis globales que han generado brechas cada vez más grandes entre los que más tienen y los que menos y entre el denominado centro y la periferia. Como consecuencia, la crisis económica vivida por los habitantes de la región norte de Inglaterra impactó en el sentimiento de los separatistas para emitir su voto.
Es necesario que, al igual que los ingleses nos cuestionemos la necesidad de estar integrados en estos bloques comerciales, sobre todo cuando vemos que nuestra crisis económica es eterna y que nuestra integración a estos tratados de libre comercio –como el TLC– ha sido desigual y vertical, nunca en igualdad de circunstancias con Estados Unidos y Canadá. No me sorprendería lo más mínimo que si hiciéramos un referéndum en nuestro país para determinar si debiéramos seguir en el TLC, una buena mayoría votaría en contra de continuar… No me sorprendería tampoco que los debates previos fueran absurdos, insultantes e intolerantes, por lo que la votación sería igualmente irracional e inverosímil. Pero lo que es peor, quizá habría una abierta votación a favor del TLC por aquellos que creen que por estar relacionados con los gabachos corremos su misma suerte, como si asistir a fiestas de las élites como meseros o garroteros nos hiciera pertenecer a la crema de la crema. ¡Vaya estulticia! Por tanto, discutamos ya la pertinencia de que una economía tan desastrada como la nuestra siga en la globalidad agreste en la que estamos, que no sólo nos plantea una relación desigual, sino que nos ha afectado terriblemente. Se dirá que no tenemos más remedio, que quedaremos en un atraso nada deseable… Pues los ingleses han dicho lo contrario y eso, el mero cuestionamiento al modelo, por más absurdo que parezca, resulta refrescante.