En marzo de 2001, talibanes que controlaban Afganistán volaron las estatuas colosales de Buda en Bamiyan. Pretextaron que se trataba de ídolos, por lo que decretaron su destrucción. Las estatuas, talladas en la roca, tenían alrededor de mil 500 años; a los extremistas les llevó apenas 25 días acabar con ellas.
Por supuesto que hubo una ola de condenas. Pero ya nada se podía hacer: el daño, el vacío estaba hecho. Y nunca antes el vacío fue tan palpable: en la roca quedaban los huecos de los budas.
Evidentemente yo no soy budista, y de hecho tuve noticias de esas obras hasta que fueron destruidas. No quiero pasar por un simple pretencioso, pero en verdad sentí algo parecido a la impotencia cuando vi cómo saltaban por los aires enormes trozos de las estatuas. Ya instaladas en el terreno del arte, dejaban su función religiosa para transmitir un mensaje muy distinto: el de la experiencia estética.
Toda obra artística que se pierde nos deja un vacío espiritual. La relación que tenemos con piezas de esta naturaleza, aun cuando su origen obedezca a otras necesidades, deja en nosotros una huella única, registrada en un plano trascendental.
Así, cuando un sujeto fuera de control la emprendió a martillazos contra La Piedad, en realidad estaba agrediendo una de las facetas que nos distingue como humanos. Y así pasa cuando se da cualquier atentado contra obras de arte. Algo se pierde para siempre. Se quiebra y no hay manera de sustituirlo.
Lo ocurrido esta semana con la catedral de Nuestra Señora de París es un nuevo capítulo sobre las consecuencias catastróficas que deja la destrucción del arte –sea accidental o intencionada la acción; eso no importa, a final de cuentas lo que queda es el vacío.
Las impactantes imágenes del incendio que devoró buena parte del techo de la catedral parisina son un símbolo de lo que ocurría en muchos de nosotros: el fuego, las llamas consumían una parte de nuestra esencia, de algo que nos unía secretamente con esas piedras, cuyo incendio parecía más una postal dibujada por El Bosco.
Ahora vendrá un proceso que sintetiza en buena medida la época que vivimos: la rehabilitación será un sucedáneo, una copia fiel del original. Incluso se habla de recurrir a los planos que sirvieron para levantar la catedral, a fin de conservar el espíritu de la obra. Pero la realidad es que se tratará de un remiendo, algo que sustituirá lo más parecido posible a las piezas primigenias. Pero nunca serán lo mismo.
Luego de una catástrofe como la que se vivió esta semana, lo que vendrá después no será igual a lo que había al principio. El vacío tomará la palabra, por más que nos empeñemos en restaurar lo que se ha destruido.