Recientemente, en clase transmitía a mis alumnos el terror que vivimos allá por los años 80 del siglo pasado en torno a la posibilidad de que alguno de los dos imbéciles en turno –lo mismo en la Casa Blanca que en el Kremlin– decidieran presionar el botón y que nos volaran a todos en mil pedazos después de una guerra nuclear. Mi reconocimiento del terror vino a cuento con la lectura para clase de un texto estupendo de Soledad Loaeza, “Estados Unidos y la contención del comunismo en América Latina y en México” editado por el Colegio de México, donde Loaeza analiza la difícil situación que ha implicado para América la presencia de Estados Unidos en el Continente y su conflicto durante la segunda mitad del siglo pasado con la Unión Soviética en la llamada Guerra Fría. En ese espacio, la posibilidad de una guerra nuclear era una amenaza constante que ensombrecía la cotidianeidad. En ese texto, Loaeza distingue entre dos etapas, una primera, de 1946 a 1962, con la idea de una guerra generalizada; luego, una segunda etapa “que se inició en 1963 y se extendió hasta 1989, el equilibrio del terror del periodo anterior se convirtió en un condominio nuclear relativamente estable, en el que los sobrentendidos entre las superpotencias conjuraron la amenaza nuclear. (…) A medio siglo de distancia es difícil recrear el miedo que se instaló en el mundo cuando aparecieron las armas nucleares. La primera muestra de su potencial de destrucción habían sido los ataques estadounidenses a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, que consolidaron la posición de Estados Unidos como la potencia militar número uno del mundo. Cuando la Unión Soviética anunció que había desarrollado capacidad nuclear, la confrontación armada adquirió un aspecto aterrador”. Por supuesto, mi temor se incrementó cuando en 1983 –apenas con unos 13 años– vi la película de Nicholas Meyer Un día después, filme que pretendía narrar lo que sucedería un día después de que estallara una conflagración de este tipo… terror total.
Tales recuerdos son poco gratos, pero es necesario transmitir tal temor a nuestras generaciones más recientes, no por un placer perverso, sino porque al parecer distamos mucho de haber dejado atrás la posibilidad de un conflicto nuclear. En efecto, por más inverosímil que le resulte a nuestro amable público lector tal posibilidad, baste leer la conversación que realiza George Yancy de The New York Times en julio de 2017 con Noam Chomsky sobre la administración Trump y el presente agreste en que vivimos, uno donde hay dos aspectos relevantes: el calentamiento global –que Trump alienta al proteger a sus propios inversionistas– y la posibilidad de un conflicto de este tipo. “En lo que respecta a la guerra nuclear –advierte Chomsky–, las acciones en Siria y la frontera rusa constituyen amenazas muy serias de una confrontación que podría desembocar en guerra, una posibilidad impensable. Además, la intención de Trump de continuar los programas de modernización de las fuerzas nucleares que ideó Obama supone peligros extraordinarios. El tema se debatió a detalle en un artículo de vital importancia en el Bulletin of the Atomic Scientists en marzo. Los autores, analistas muy respetados, hicieron notar que el programa de modernización de las armas nucleares había aumentado ‘el poder mortífero general de las fuerzas de misiles balísticos existentes en Estados Unidos por un factor de casi tres, y genera exactamente lo que uno esperaría ver si un Estado con armamento nuclear estuviera planeando tener la capacidad de luchar y ganar una guerra nuclear desarmando a sus enemigos con un primer ataque sorpresa’”. En efecto, el artículo del boletín habla precisamente de la manera en que se está modernizando el armamento nuclear, en especial el de los submarinos de la naval norteamericana y la perspectiva es terrible. Por supuesto, con un imbécil como Trump en la presidencia, el temor adquiere nuevos fundamentos. No sabemos realmente cuál sea su relación con Putin, por un lado, y nos encontramos totalmente confundidos con las relaciones que guarda con China y con Corea del Norte. Los tres países tienen capacidad nuclear y seguramente al ver que Estados Unidos moderniza constantemente su tecnología en este sentido, ellos estarán haciendo lo propio.
Soledad Loaeza continúa en su análisis de esta manera: “El orden internacional que se formó al término de la Segunda Guerra Mundial no trajo cambios visibles para América Latina, donde solo se extendió la hegemonía de Estados Unidos al Cono Sur, con que el conjunto de la región quedó naturalmente inscrito en su esfera de influencia. Sin embargo, la transformación de ese país en una superpotencia y la dimensión ideológica de la rivalidad con la Unión Soviética implicaron un novedoso contexto para las relaciones interamericanas, que pasaron a ser una pieza más del rompecabezas de la política mundial de Estados Unidos”. Hoy pareciera que volvemos a ese orden, uno donde Estados Unidos se atrinchera tras sus armas nucleares y un proteccionismo brutal a sus mercancías por lo que es probable que se vislumbre un futuro similar al de la Guerra Fría del siglo pasado, aunque ahora la bipolaridad venga marcada por el contraste entre las naciones que buscan la globalidad –una buena parte de Europa– y los que buscan centrarse otra vez en sus naciones –Estados Unidos y Gran Bretaña por un lado; China y Rusia por el otro–. Y como de costumbre, América Latina quedará en medio de todo este desastre. Habrá que estar atentos.