Viernes, abril 26, 2024

De la utopía a la distopía

El mundo de fines del siglo XX parecía haber dejado atrás por lo menos una de las características de la opción Orwelliana del 1984 cuya imagen consistía, brevemente, en tres imperios enfrentados por una guerra permanente, lo que permitía un régimen de dominación dictatorial, justificado por la amenaza del enemigo externo, mediante todos los recursos técnicos y tecnológicos de la época  que incluían la omnipresencia del hermano grande, el lavado de cerebro, la reescritura de la historia a cada momento, entre otros.

Las posibilidades para manipular la información, la vigilancia masiva de las intimidades, de la represión en múltiples formas, se han desarrollado hasta tal punto, que las técnicas imaginadas por Orwell parecen sumamente rudimentarias. Sin embargo, el triunfo de la democracia, la liberación del comercio y la globalización ayudaban a mantener una perspectiva optimista acerca de un mundo sin fronteras y sin guerras, como el evocado por John Lennon en su utópica canción Imagine, que todavía hacia fines de siglo seguía  inspirando a otros artistas.

En un mundo abierto, con democracias más o menos funcionales y una organización de las Naciones Unidas con influencia creciente, era posible pensar en un gobierno mundial para enfrentar como especie los problemas comunes como el calentamiento del planeta y el control de armas nucleares, por ejemplo, además de impulsar el diálogo de culturas y civilizaciones.

Pero desde el estallamiento de la crisis del 2008, el mundo nuevamente se va dibujando como lo pensó Orwell. El deterioro de la economía de muchos países y regiones ha producido grandes migraciones y ha desatado temores, miedo y odio. El extranjero vuelve aparecer como el otro, el diferente. Ideas y actitudes que pensábamos ya superadas, regresan ahora revividas por líderes que encarnan los más bajos sentimientos humanos contra los humanos. El nacionalismo, la xenofobia, el racismo, acompañan el resurgimiento también de la misoginia y la discriminación, del fascismo incluso. En muchos países el apoyo a estas expresiones o a sus líderes llega a rebasar el 50 por ciento de la población y ya se han hecho del poder. En otros los avances no dejan de ser considerables.

Desde los años 60, en los que el movimiento libertario en el mundo parecía que iba ascendiendo, con algunos retrocesos asociados a los particularismos en ciertas regiones, pasando por el triunfo neoliberal y la caída del socialismo real que abría nuevos horizontes a la libertad, hoy reaparece con mayor fuerza la sociedad mundial distópica, es decir, indeseable y contraria a la utopía, y las identidades asesinas (Maaluf).

Las caravanas de migrantes centroamericanos hacia los Estados Unidos agregan nuevos trazos al dibujo de ese nuevo mundo. De inmediato Trump retoma el discurso del muro para incentivar la idea de construir a la sociedad norteamericana como una fortaleza y profundizar la polarización a su favor. A su paso por México, muchas voces y manos ofrecen su solidaridad, pero también otras lanzan sus gritos histéricos de la xenofobia. Las Naciones Unidas se declaran sumamente limitadas para hacer algo efectivo y los gobiernos de México, el vigente, agachón y sumiso, de reflejos tardíos, no acierta a definir una política con dignidad propia y, el nuevo, ofrece trabajo a destajo o bien lanza la idea esperanzada de la cooperación internacional para que los Estados Unidos inviertan en abatir las causas de la migración. Esperanza que, como se ve, ya es de entrada reconocimiento del poder imperial y concesión anticipada en  futuras negociaciones.

El triunfo de Jair Messias Bolsonaro en Brasil confirma la tendencia del ascenso del odio y la violencia, amparado en dios y en la nostalgia de la dictadura. Producto de la polarización social, gobernará para profundizarla. Ya le llaman el Trump brasileño.

Mientras tanto ya se cumplieron diez años desde la crisis de 2008 y la economía internacional no ha podido hasta ahora vivir una fase de franca recuperación y menos a cuenta del empleo que, por el contrario, se ha precarizado. Algunos nubarrones financieros, la guerra comercial y el alza de las tasas de interés en los Estados Unidos, nos recuerdan que la crisis tiende a repetirse cíclicamente y en las actuales condiciones, ello se traducirá en mayores brechas de separación entre el norte y el sur y al interior de los países. Las debilidades e incapacidades para ofrecer alternativas para una vida digna, seguirán siendo el caldo de cultivo para el crecimiento de las actividades ilícitas y criminales, apoyadas por las poblaciones circundantes y acicateadas por el tráfico de armas.

Como puede observarse, México no vive una situación revolucionaria ni nada que se le parezca. Hay un hartazgo hacia la impunidad y la corrupción, pero también de la inseguridad y la violencia. El nuevo gobierno está llamado a realizar transformaciones radicales en la vida y la moral públicas y a crear las mejores condiciones para reducir la desigualdad y la pobreza, pero sobre todo para hacer justicia. Tiene a su favor una inmensa fuerza política que le permite convocar a la reconciliación y al consenso. Tiene en contra el estado desastroso  de todo el aparato de justicia.

Ya se ha visto en estos días que la falta de prudencia o el abuso de poder, aún sin ejercerlo plenamente, pueden profundizar la polarización y trastocar la estabilidad macroeconómica. La espiral de devaluaciones e inflación se encuentran a la vuelta de la esquina. Pero sobre todo, intentar medidas radicales aunque sean simbólicas, para representar supuestas posiciones de izquierda, y sin tener un proyecto claro de transformaciones, podría llevar al país, más temprano que tarde, a una nueva frustración que le abriría la puerta a las opciones claramente de derecha, al enfrentamiento fratricida y a la decadencia mayor de las instituciones. El sufrimiento de estos años sería apenas el principio de otros escenarios infernales.

No estoy sugiriendo que no se haga nada. Lo que digo es que el programa de la regeneración nacional tiene que hacerse, efectivamente, con mucho amor a México y, sobre todo, con mucho cuidado, como si se tratara del padre enfermo y agonizante, como alguna vez aconsejó Edmund Burcke, el gran conservador inglés. “Nos entregan un país hecho pedazos”, han dicho varios personajes del nuevo gobierno. La situación, por ello, no es revolucionaria, insisto, es sumamente peligrosa y lo que se requiere es de reconciliación, consenso, cuidado. Urge arrinconar a la violencia y recuperar algo de seguridad para iniciar el camino de la pacificación.

La opción de libertad por la que se pronunciaron los jóvenes de los años 60, ahora que estamos terminando la conmemoración del 68, sólo se puede continuar con un movimiento universal, más allá de los Estados ocupados por el populismo y la demagogia, de una gran alianza de las sociedades civiles por un mundo sin fronteras que primero resista los tiempos aciagos del presente y del porvenir y, en la misma, se forje para ofrecer opciones de un bien vivir.

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