Le asignaron un asiento a lado de un señor. No lo conocía. Tampoco se presentó. Se acomodó en la silla y tomó el tenedor para tomar un pedazo de queso que tenía frente a ella. El hombre, muy amable, acercó un plato de carnes frías y ofreció. La muchacha, con agradecimiento, tomó dos rebanadas y dijo que gracias, que era suficiente.
El hombre se presentó: “Raúl Gómez. Ingeniero. Mucho gusto”. La muchacha hizo lo propio. Y comenzaron a platicar. Él, mayor; ella, joven. Él, casado; ella, soltera. Él, con tres hijos jóvenes; ella, ninguno. Los dos dijeron estar satisfechos con sus vidas.
Él empezó a platicar de su juventud: había sido un hombre bravo para el alcohol, para la falda y para el trabajo. En ese orden. Había conseguido una muy buena estabilidad económica de la que ahora disfrutaba junto con su familia. Su esposa no había podido ir a la fiesta porque se había lastimado el tobillo y estaba incapacitada. Comentó que había sido socio de un bar. Dijo el nombre. A ella le sonó familiar. Le preguntó si alguno de sus hermanos, por el apellido, conocía a Isabel Gallardo. El hombre se perturbó. La muchacha dijo con frescura: “¡Es mi tía! Un socio de ese bar fue su novio”. El hombre sudó frío. Se quedó tieso. Se sumió en su asiento, dejó de masticar su bocado y guardó silencio. Veía hacia el frente sin mirar. “Soy yo, –dijo aturdido–, soy yo…” La muchacha, con esa desfachatez que la vida les da a los aún ilesos, replicó: “Creo se querían mucho, pero mi tía abuela no los dejó casarse.”
–Sí, así fue –dijo después de una pausa, tratando de recuperar su compostura–, a tu tía abuela le parecí poca cosa. Creía que iba yo por su dinero. Y no. Yo empezaba a tener el mío y era suficiente, bastante para un joven en ese tiempo. El papá me quería bien. Yo le dije que yo tendría mucho dinero para darle a su hija lo que acostumbraba. Él me dijo que adelante. Pero la mamá… odiaba ver a su hija feliz… y yo la hacía feliz… –Y agregó mirando a los ojos de la joven–: No te conozco, pero me acabas de hacer recordar muchas cosas… –y continuó–: Isabel no sabía nada de la vida. Yo la desperté al amor… Ella tenía miedo de la intensidad, de la pasión… de la piel, de la carne… de tantas y todas las cosas que hicimos, que le enseñé. Nunca tuvimos relaciones, fue lo único que nos faltó, pero… es el amor de mi vida…
La muchacha lo veía sin parpadear. Lo escuchaba sin respirar para no interrumpir su confesión. Miraba al hombre con curiosidad de saber qué había pasado con la tía Isabel, que, a pesar de que ella era una niña, escuchaba a su padre hablar de algo tenebroso para las buenas conciencias de la familia.
–Si yo te platicara… –continuó el señor. Nunca la había tocado hombre alguno. Y ella ni en sus fantasías más salvajes, que dudo las tuviera, pensó hacer y dejarse sentir lo que nos hacíamos y sentíamos. Isabel tenía 18 años, ¡era bellísima! Nunca imaginó que la vida le diera eso… y se le notaba. Duramos dos años que fueron exquisitos. Ha sido lo mejor que me ha pasado.
–¿Y por qué no te la robaste? –le preguntó imperativa la joven–, ¡un amor así no se puede desperdiciar ni dejar pasar!
–¡No, cómo crees!. –respondió compungido. Con Isabel todo tenía que ser bien y yo estaba dispuesto a todo por ella. Pero la mamá no lo permitió. Decía que yo era el demonio. Y me la fue alejando, alejando con miedos, con culpas, con fantasmas, con penitencias, hasta que ya no pudimos vernos más…Yo, desde luego, me tiré al pedo y a las mujeres, ¡y eso le daba más la razón a la mamá!
–¡Qué pena…! Yo creo que lo inolvidable fue que desnudaste a una virgen.
–Puede ser –dijo melancólico–, puede ser. –Y después de una honda pausa, remató–: Si la ves, dile que la extraño…