Jueves, abril 25, 2024

Puños light; golpes comprados

¿Cuál es el encanto del boxeo? Dos hombres (o dos mujeres, ahora) partiéndose el alma sin odiarse, bueno, sólo por unos momentos. Porque el suyo es un rencor transitorio, fugaz, momentáneo, amistoso, deportivo. El deseo irrefrenable de acabar con el contrincante dura hasta que suena el último campanazo o el réferi acaba el conteo de diez.

¿Proyección? ¿Ganas de ser vencedor? Adoramos a las gladiadores triunfantes, los que en un par de segundos fulminan a su contrincante, al impactante estilo de Mike Tyson, el devorador de orejas. La fugacidad del orgasmo. El golpe seco, directo a la mandíbula, pasaje directo a la inconsciencia. Arrojar hacia la nada al enemigo, el contrario que osó retarnos.

¿Qué más es el boxeo? Casi siempre la necesidad como acicate. El hombre hecho a sí mismo gracias al poder de sus puños, de la resistencia de su quijada, de su plexo solar inquebrantable. Tan heleno y tan antiguo como nuestro afán por competir; vencer al de al lado. Prueba de resistencia que antaño duraba decenas de asaltos, ahora reducido a 12 capítulos, uno por cada uno de los apóstoles, de los signos del zodiaco, de los meses del año. Serie destruida por el poder de los pesos completos, que de una dentellada despachan al oponente. Eyaculación precoz.

¿Por qué nos gusta tanto el boxeo, si cada vez más nos encaminamos hacia la pasteurización, si le tenemos pavor a la violencia? ¿Catarsis? Podría ser, ¿sublimación de deseos reprimidos? También puede ser. Nada como un combate en el Caesars Palace de Las Vegas, donde se puede disfrutar el guarro glamour gringo, enmarcado en una ciudad de artificios, de sueños fugaces (otra vez la eyaculación precoz). La ciudad de la gran ilusión sirve de marco a la furia de los golpes: jabs, rectos, uppers. Sangre y diamantes en la arena artificial, levantada en un aparte del imponente hotel, el destinado a las peleas por campeonatos mundiales.

Feria de manejadores, apoderados, entrenadores, mujeres casi sin ropa. Bienvenidos a Hedonia. Millones de billetes verdes para saciar nuestras ganas de ver sangre ajena. Dale duro, campeón.

En los puños del boxeador  germina el nacionalismo. Nada como ver la bandera, escuchar y entonar el Himno Nacional previo a la lucha sin cuartel, aunque luego ocurren esos gazapos de cantantes de a peso que se olvidan de las estrofas del canto patriótico. Jer

(¿Pero de veras es así?, ¿nunca hay trampas?, ¿nadie se deja caer antes de tiempo?, ¿nadie se vende? Ña, claro que sí, que para eso las apuestas aderezan el estofado de la emoción. Le ponen sal. Hay que arriesgar algo, aunque sea el bolsillo, la parte más blanda de nuestra ropa. Pero la emoción de la apuesta se da igual en una carrera de caballos que en una pelea de perros. No: la apuesta es ajena al boxeo; está por encima de él, porque se extiende a otros ámbitos: peleas de perros o el deporte high tech que es el fútbol americano. Pero esa es otra ansiedad).

Mañana, millones se anclarán al televisor  –unos cuantos cientos, los privilegiados del sistema, harán acto de presencia en ring side– para ver la pelea de ese otro producto de la ingeniería publicitaria de Televisa: Saúl El Canelo Álvarez, el equivalente pugilista de Enrique Peña Nieto, que se medirá con uno de los mejores boxeadores –el lugar común me exige escribir “libra por libra”: ahí está, concedido el lugar común–: Floyd Mayweather, un boxeador elegante, pulcro, casi griego en su estilo veloz.

Si no está amañada la pelea, el pelirrojo mexicano deberá recibir una paliza, habida cuenta de su trayectoria de peleas contra costales a modo.

A falta de ídolos del cuadrilátero, como Olivares, Macías o Chávez, que forjaron su propio mito a punta de ganchos a la historia, la televisión ha prefabricado un producto light, lindo, que retrata bien, y aún más, mañana venderá millones de litros de cerveza, mientras vociferamos frente al televisor, ahora que tenemos tan maltrecho el orgullo nacional. Que así sea. Yo me quedo con el verdadero boxeo, como el de ese tozudo que es Juan Manuel Márquez.

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