Sábado, abril 27, 2024

Silverio y Arruza

En 1940 se estrenó una película de Walt Disney que haría historia. Su preparación y edición fue ardua, pues se trataba de acoplar piezas selectas de música clásica con dibujos animados totalmente distintos de los acostumbrados por Disney y su público: ni ratones parlantes ni escenas cómicas para entretenimiento infantil. La película, Fantasía, que había contado con la decisiva participación del notable compositor y director de orquesta Leopold Stokowski, no fue un éxito de taquilla, pero con el tiempo se le consideraría una de las obras maestras del cine norteamericano. Un producto adelantado a su época. 

En su crónica de la corrida del 22 de marzo de 1942 en el Toreo de la Condesa, el cronista queretano Carlos Septién García (esta vez como El Quinto, primero de los seudónimos que utilizó) retoma la idea de los objetos animados y los animales que hablan y se comportan como humanos, típicos de las producciones de Disney, para cederle la palabra a una muleta de torear. Tan expresivas le parecieron las faenas de Silverio Pérez y Carlos Arruza, que esa tarde alternaban mano a mano, que quiso poner a sus lectores en contacto con el sentir y decir del instrumento con el que ambos diestros habían construido el edificio de una tarde inolvidable, paradójico final de una temporada grande con pocas cosas para el recuerdo. 22 de marzo de 1942, con la II Guerra Mundial en pleno y atroz apogeo. 

Ahora somos nosotros quienes cedemos turno al autor de tan singular crónica de toros.  

Crónica de “El Quinto”. “Desde que el genio de Walt Disney humanizó a la banda del sonido y le dio presencia de ser vivo descubriendo su ritmo interno, su alma, no veo por qué una serie de cosas tenidas por inanimadas no tengamos derecho de hablar.  

Es justo que se nos oiga; que se nos permita contar nuestras experiencias, más interesantes muchas veces que las de tantos hombres. Yo, por ejemplo, tengo el derecho y la obligación de hablar en materia de toros. Porque nadie como yo sabe de la belleza y la tragedia que hay en el toreo; nadie como yo sabe también la farsa, la impotencia y el miedo cuando estos existen, que es a menudo. Mi ambiente propio es el calor jadeante de los belfos del toro, la fiera amenaza de los ojos redondos, la blanca dureza de los cuernos y la aspereza agresiva del testuz. Si se me aleja de este mi clima y escenario resulto algo inútil, ridículo, estorboso. Soy agresión y defensa, engaño y realidad, seguridad y peligro, drama y alegría. Doy y quito gloria y dinero. Doy y quieto también cornadas. Uno y separo con mi lazo rojo al hombre y la bestia. 

Soy la muleta. Y quiero hablar ahora, después de una temporada en que se me había reducido a un silencio casi absoluto (…) Sé vibrar como cuerda violín y sé cantar con lenguaje recio y épico, y soy capaz de lograr himnos y sinfonías porque llevo el alma escondida en mis pliegues (…) Es poco y mucho lo que exijo. Me basta con que la mano que me descubra sea la de un torero (…) Y este domingo de primavera hallé al fin mi justa exaltación. En manos de Silverio y Arruza mis pliegues cobraron vida y ánimo, plasticidad y drama (…) Juro que sentí correr por mi cuerpo la sangre mestiza y torera de los Pérez de Texcoco y me moví en momentos imborrables al impulso del drama añorante de Carmelo. Hubo instantes en que me sentí incapaz de expresar toda la emoción taurina y estética que Silverio estaba derramando en la plaza (…) Por momentos temí que me arrojara a un lado y se pusiera a torear con los brazos (…) aquellos pases altos… En mis vuelos, el toro iba prendido desde el sitio a donde el brazo alcanzaba. Sobre le testuz y sobre los lomos llameaba yo entonces como una larga lengua de fuego manso. Y al calor que el torero me transmitía por venas y arterias y nervios que se habían prolongado hasta cubrirme toda, el animal volvía una y otra vez, no por hipnosis ni por hechizo, sino sencillamente porque iba toreado conforme debe torearse por alto. 

En los pases en redondo y en los naturales, en el forzado de pecho y en los lasernistas, en los doblones y en los de la firma me sentí impregnada de aquella sensibilidad mestiza –lucha, arte y belleza– que me manejaba. Aquello no era alegre, ni gracioso, ni perfecto: era profundo, hondo, entrañable, como profundas son también las mezclas misteriosas de la raza. Era una sensibilidad preñada de oscuros atavismos mágicos que se volcaba tumultuosa dando nuevas formas al toreo (…) faena de raza ésta de Silverio Pérez. 

En manos de Carlos Arruza fui gozo y poder, juventud y frescura. Me moví suave, lentamente, en inolvidables pases por bajo, para que veinte mil gentes repasaran la difícil lección de cómo se hace el toreo; para que grabaran bien en sus mentes que existen tres tiempos fundamentales en la ejecución de las suertes de este noble arte –parar, templar, mandar–, y para que se fijaran cuáles son los terrenos del animal y los del lidiador (…) Una y otra vez realicé, bajo el imperio del matador, el pase por bajo guiando al toro, midiendo y templando la embestida, rematando la suerte y recibiendo nuevamente al animal un paso más adelante. Si con Silverio quedó definitivamente establecida la diferencia entre el telonazo de parón y el verdadero pase por alto, acariciante, sentido, mandón, con Carlos se aclaró para siempre la diferencia que va entre bullir en torno al toro y dominarlo auténticamente (…) Anhelaba desde hace tiempo acompañar un verdadero molinete de rodillas. Se cumplió mi gusto con creces en aquella vuelta suave y medida, valiente y ajustada. Deseaba también que se me empleara para un genuino forzado de pecho y Carlos dibujó a perfección el instante (…) pero eso son detalles. Lo fundamental era que la muleta recuperara su sitio esencial en la lidia de toros bravos (…) Y eso fue en manos de Arruza. Ni un solo instante me enrollé a causa de precipitaciones, ni me descompuse de mi original arreglo. Y se realizó entonces el milagro de una muleta poderosa, digna, limpia, en manos de un chaval de veintiún años… Aquella faena del cuarto toro (…) el sentimiento criollo se volcaba fuerte y armonioso, natural y preciso. Y empapado en una gracia que es jugueteo y travesura, alarde de ritmo interno definitivamente establecido. Arruza no me utiliza para sinfonías inconclusas o para acordes aislados sino para obras cíclicas, completas, como esa rítmica serie de naturales naturalísimos; como el engrane dichoso de nueve tapatías que realizara con mi hermano el capote, o como aquella mariposa en que los pitones tuvieron que sujetarse, tan de cerca, al capricho juguetón del muchachuelo. 

Así fue la tarde de mi reivindicación. Son estas jornadas las que nos dan ánimos a las muletas para seguir acariciando belfos y testuces, seguir dejando pedazos de carne en los cuernos de los toros. No me importa que mañana vuelva a caer en las manos de los que no me entienden ni podrán nunca conmigo. Porque todo se olvidará cuando estos dos muchachos me tomen para torear. 

Y, como la banda del sonido a la que he invocado al hablar, vuelvo al silencio. Mis ritmos y mi alegría, mi poder y mi drama, quedan guardados entre los pliegues rojos de mi cuerpo. Hasta que vengan a sacudirlos otra vez los que sepan ser toreros.”  (Septién García, Carlos. Crónicas de toros. Edit. Jus. México. 1948. Pp 21-25). 

Silverio inmortaliza a “Peluquero”. La lidia del quinto toro, con el hierro de Carlos Cuevas, fue el eje de la tarde y del relato de Septién García. El Faraón de Texcoco había luchado en vano contra la aspereza del de Piedras Negras que abrió plaza, al que intentó imponer su toreo ceñido y largo entre un alud de derrotes. Le correspondió luego un bicho soso a más no poder. El toro de Cuevas era un sobrero de bravura seca pero toreable, a condición de que el torero lo aguantara y lo mandara jugándose la cornada. Y Silverio se sublimó con él. Esos pases por alto, el compás bien abierto, el mentón clavado en el pecho, la muleta alargando el pase suavemente antes de peinar la embestida de cabeza a rabo están perfectamente definidos en la crónica revisitada líneas arriba. Pero es que, además, las tandas derechistas del texcocano, sus angustiosos pases naturales, deben ser de los más ceñidos, largos, despaciosos que se vieran en El Toreo. Faena presenciada de pie por un público sacudido por la emoción, la plaza convertida en un grito. Tras el estoconazo, “Peluquero” buscó las tablas en una muerte de bravo: la chamarra de un aficionado –había sombreros y prendas por doquier– terminó enredada en las patas del bovino y empapada con su sangre. Y un hombre demudado y gozoso, vestido de pizarra y plata, recorrió una y otra vez el anillo llevando el rabo del bravísimo animal. 

Y Arruza a “Mordelón”. Ligero y fino, no tenía muchos kilos el astado de La Laguna que salió en cuarto lugar. Pero aunó nobleza y celo en sus embestidas. Y se encontró con un torero a su medida. Quieto como poste en los lances de recibo, con aleteos de mariposa al entrar el quite y maestro consumado del segundo tercio, Carlos Arruza fue poniendo los cimientos de lo probablemente haya sido su faena más completa en el coso de la Condesa. El secreto estuvo en cómo centró la codicia del bicho en su muleta, doblándose con él sin brusquedad pero con claro imperio, desviando el derrote del toro al revolverse con un toque preciso mientras permanecía quieta y flexionada la pierna de la salida. Y enseguida, a torear. Ligando los pases en redondo y los naturales en series largas y mandonas, perfectamente rematadas. Y convirtiendo al final el toreo de adorno en una fiesta para la vista, en riesgo alegremente asumido. Y con el estoque, un cañón. Discretas manchas de sangre en el terno corinto y plata daban fe de lo cerca que Arruza gustaba pasarse los pitones. Y sin perder la sonrisa, la misma que lucía en su triunfal recorrido con las orejas de “Mordelón”, al que no le cortó el rabo porque tuvo que descabellarlo luego de dos estocadas. 

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