Para mí las historias de perros son solo comentarios marginales que escucho por pura consideración hacia algunos cuates; jamás han sido mi tema de conversación, porque nunca antes tuve perros, hasta hace tres años, y la verdad es que las gracejadas y hazañas de los peludos acompañantes de los humanos no me hacen la menor gracia. Sin embargo, hace unos cuantos días me mezclé en una historia que involucró a 11 canes, cachorros de dos camadas furtivas.
En el lugar en el que vivimos mi esposa y yo es un sitio alejado del “mundanal ruido”, como no sean los cohetes que hacen tronar los devotos prójimos solamente 363 días al año, exceptuando jueves y viernes santo, así como las cumbias interpretadas por músicos que no tienen el menor aliciente como no sea el de tocar para llevarse algo a la boca y así mantienen un sonsonete parecido al ruido que hace una lavadora vieja: chaca, chaca, chaca…
Cerca de “esta su casa”, como dicen los poblanos educados, nacieron en el descampado 11 perritos de dos madres. Como los padres perros no se involucran en la crianza de los productos de su calentura instintiva, no se podía establecer la filiación de los cachorros, porque la méndiga genética parecía jugarnos puras bromas: los había pintos de diversos diseños, blancos con negro, amarillos claros, cafés obscuro, negros con partes del hocico y patas color café, blancos con lunares y sin ellos, etcétera. ¿Habrá habido más de dos perros involucrados en la preñez de las perras?
Como habían sido prácticamente abandonadas las perras y sus vástagos, entonces nosotros teníamos el dilema de una sobrepoblación perruna en las inmediaciones que, por cierto, está en niveles tan altos que parece que en poco tiempo nos vamos a ver enfrentados a un escenario semejante al del “planeta de los simios”, en el momento en que las decenas de perros del rumbo se organicen, dirigidos por un líder de inteligencia sobresaliente, y nos desplacen o sometan sin consideración alguna.
La solución nos la dio una ahijada que, siendo estudiante de la carrera de Medicina Veterinaria de la UAP, tenía la oportunidad de “colocar” a cada uno de los perritos con personas que los podían recibir con gusto y que iban a alimentar y a cuidar a los “solovinos” de marras. Pronto, la muchacha puso manos a la obra y uniendo la acción a la palabra ofreció a sus cuates a estos cachorros a través de las llamadas “redes sociales” (que me escuchen los antropólogos); la respuesta no se hizo esperar y los pulgosos canecillos fueron esperados con interés por sus futuros y futuras amos quienes los escogerán y bautizarán.
Lo peor de este asunto fue la concentración de los enanos para la pernocta previa a su entrega, en un espacio que dejaron como palo de gallinero, zurrado y meado, a la “n” potencia. Las dos madres al ser despojadas de sus perritos, hicieron una guardia de toda la noche y los dos días siguientes frente a mi casa, acompañadas por cinco perros más que acudieron como refuerzos de su protesta.
Los perritos fueron trasladados para su entrega y esta aventura particular tuvo un final feliz que temo se repetirá, más o menos pronto, porque los humanos que se dicen propietarios de los animales, pero que no los alimentan, ni los vacunan, ni los atienden; dejen que la madre naturaleza a través de la producción de estrógenos nos depare nuevamente otras camadas de animalitos que, si nadie se ocupa de su suerte, vagarán por las calles revolviendo la basura para buscar comida o como hemos visto, comerán majada de vaca en su desesperación. Como les dije en un principio, por ahora no quiero saber nada de perros.