Amé todas las pérdidas
Antonio Gamoneda
No se trata de nostalgias.
Es el recordatorio que cala
la piel con arrugas, lunares,
sombras y cicatrices.
Ahí están contigo frente al espejo.
Relumbran en el arroyo
y en el sencillo vaso de agua.
Se quedan, tras el sorbo final de café,
en el fondo de la taza y en la punta de la lengua.
Hablan de su presencia
en los gestos, y devienen en el temblor
de un párpado o del labio humedecido.
Pérdidas que duelen como muelas extraídas.
Como manos amputadas de saludos
y cabellos arrancados por la duda.
Uno las ama porque con ellas muerde,
saluda y acaricia, se encarna con la imagen
juvenil de santo imprevisor de tormentas,
que mantiene la melena hundida y despeinada
en el retozo sobre aquel vientre.
Son pérdidas que dejan el sabor de la calle,
la canción o la película
que se habrían nublado,
si no nos faltara su presencia.
Se las ama porque marcan
las hojas del libro en que nos quedamos
abiertos, interrogándonos
o en la apuesta por adivinar qué sigue,
y temblar de miedo o excitarnos por qué fin tendrá
tal capítulo del relato.
Con frecuencia descubrimos
que avanzamos a saltos la lectura
encima del hueco, el borrón, la tachadura
o la triste y amarillenta página
que no supimos leer al paso y a tiempo.
Porque las amamos,
nadie ve las pérdidas como irreparables.
Nos salva el amar lo que no son más,
y quizá no fueron más que pérdidas.