Viernes, abril 26, 2024

La comunalidad, las nostalgias del porvenir y el porvenir de las nostalgias

Nostalgias del porvenir es un oximorón en el que sintetiza una de las misiones central de los intelectuales críticos después de la derrota histórica de las revoluciones del siglo XX. Instaladas en la cruda de la derrota del comunismo y del deshaucio del Estado de bienestar, huérfanas de nuevas utopías y nuevos imaginarios, carentes de un horizonte que vaya más allá de la toma del poder, desideologizadas y pragmáticas, la mayoría de las izquierdas contemporáneas parecen haber concluido que lo suyo no es pugnar por un otro mundo sino apenas el acomodarse en éste.

Ciertamente, imaginar la sociedad del futuro no es la única función del intelectual crítico. De él se espera también que ayude a comprender cabalmente la naturaleza de la realidad que hay que transformar; que se desempeñe como propagandista eficaz; que meta el hombro en el combate contra los adversarios; que refuerce el campo social; que promueva la movilización, exponiendo las cosas de manera tal que invite a actuar; que ilumine las falsas ilusiones que conducen a la derrota; que auxilie en la construcción, recreación y fortalecimiento de la identidad de los sectores subalternos.

Pero, poco de esto puede realizarse a cabalidad y con eficacia, si no se dibuja de manera simultánea, desde el pensamiento crítico, el croquis de un otro futuro y de la ruta para llegar a él. Vislumbrar la línea imaginaria que separa la tierra del cielo es vital para que la lucha cotidiana tenga rumbo. Lo que da sentido a la idea–fuerza de que hay forma de escapar a la desventura y miseria cotidianas es que la dictadura del presente no es invencible y se puede transformar en otra cosa. Y eso, entre otras cosas, es función de los intelectuales de izquierda.

Sin embargo, la derrota del socialismo de Estado (o de lo que haya sido eso que fue bautizado así) ha tenido como consecuencia el dejar de imaginar la posibilidad de otra realidad diferente a la actual. Si, como señala el historiador alemán de los conceptos, Reinhart Koselleck, la historia es una tensión dialéctica entre el pasado como campo de experiencia y el futuro como horizonte de expectativas, el horizonte de expectativas de quienes luchan por la emancipación parece haberse esfumado, o, por lo menos, abollado severamente.

Vivimos el ocaso de la idea de que la transformación social hacia un orden más justo es viable. En su lugar, como lo ha señalado Francois Hartog al analizar los regímenes de historicidad de nuestras sociedades, vivimos en el presentismo, esto es, en una especie de presente perpetuo. Estamos absortos en el enamoramiento con el ahora, que ignora el mañana y reformula a modo el ayer.

Un régimen de historicidad es la manera en que una sociedad, obligada a generar un orden del tiempo, articula presente, pasado y futuro. Dicho de otro modo, de una manera de traducir y ordenar las experiencias del tiempo. El presentismo es el régimen de historicidad surgido del triunfo del neoliberalismo.

“El concepto moderno de historia, que se impone en Europa en el siglo XIX, se apoya en un tiempo abierto al futuro –explica el académico francés. A un futuro visto como deseable y positivo. Pero el futuro ha perdido estos valores y desde los 80 hemos empezado a hablar de la crisis del futuro, de sociedades desorientadas”. Y lo que ha reemplazado a este porvenir es un “presentismo” omnipresente donde, “estamos completamente concentrados en la respuesta inmediata a lo inmediato”.

Este presente dilatado e invasivo que engloba simultáneamente pasado y futuro, hace casi imposible anticipar el horizonte de expectativas, y no deja más salida que la de contemplar el pasado. Despojados de ínsulas baratarias, nos hemos dedicado a mirar al pasado, no a vivirlo. La memoria se ha vuelto una obsesión cultural. Si antes de la caída del Muro de Berlín el pensamiento crítico imaginaba nuevos mundos, ahora, el pensamiento conservador oficia el pasado y se encarga de la elaboración de la memoria.

No es cuestión banal. El pasado está de moda y es buen negocio. Se le venera igual que se reverencia el dinero. Su mercantilización es el signo de los tiempos. Avanza de la mano del turismo, el principal consumidor de lugares históricos, constantemente recreados para satisfacer sus demandas.

La celebración del pasado en manos conservadoras se ha convertido en una mezcla de espectáculo de medio tiempo de una final de partido de futbol americano y un show de Walt Disney. Se trata pues de waltdisneylizar la historia representándola como un espectáculo televisivo, divertido, escenográficamente deslumbrante, en circo con pretensiones de inmortalidad en el que se lanza incienso a héroes convertidos en personajes de cómic.

Es en este contexto en el que hay que entender la nostalgia del porvenir. Se trata del sentimiento o necesidad de anhelo por un momento, situación o acontecimiento pasado: aquel en el que era posible pensar en un tiempo futuro diferente, más justo, más equitativo, más armónico.

No se trata de una alteración que distorsiona la realidad e impide la formulación de soluciones eficaces para los retos del mundo real. Tampoco del sufrimiento de pensar en algo que se ha tenido o vivido en una etapa y ahora no se tiene más, está extinto o ha cambiado. Es, por el contrario, un anhelo de retorno que busca recuperar lo que puede ser aunque camine a contracorriente.

Como precisa el escritor libanés Amin Maalouf, se trata de una nostalgia de “todos los sueños que se han tenido y no se han realizado”. Es una añoranza de los “ideales indispensables que nosotros hemos tenido y ahora son rechazados: los de solidaridad y de igualdad”, ante “un mundo donde la desigualdad es promocionada como una forma de modernidad” que funciona como “receta para destruir el tejido social”.

Pero, también, de una nostalgia del porvenir en la que el acercamiento al pasado no es producto de una “identificación emocional o empática” sino de la “contextualización y reflexión crítica”; en el que la historia es una hazaña de los pueblos. Y en la que no se pretende volver a ser lo que nunca fuimos pero sí lo otro que podemos llegar a ser.

Es aquí, en la disputa por darle legitimidad a la nostalgia del porvenir, que ubico de entrada (aun que no exclusivamente) la importancia de la comunalidad. Como realidad y como concepto, la comunalidad ocupa un lugar más que destacado en la cartografía de las nuevas y viejas utopías, en la reelaboración de los antiguos relatos emancipatorios, en la posibilidad de asomarse a un horizonte que nada tiene que ver con el presentismo desmovilizador en boga.

 

Una idea a la que ha llegado su tiempo

 

No hay nada más poderoso que una idea a la que llegado su tiempo, escribió el novelista francés Víctor Hugo. El comunalismo es esa idea y el tiempo es éste. El próximo siglo –decía el sacerdote jesuita Ricardo Robles a finales del XX– será el de los pueblos indios.

¿Qué entender por comunalismo? Por principio de cuentas, una práctica de vida y de organización: la de las comunidades ben qwlhax y ayuujk de la Sierra Norte de Oaxaca. Pero es también una reflexión teórica sobre esa experiencia, una apuesta de sistematización de su estructura y dinámica, de la forma en la que se produce y reproducen sus relaciones sociales.

El concepto está definido en la Ley General de Educación del Estado de Oaxaca –lo que da una pista de cual es una de sus fuentes originarias–. La norma lo define como una la forma de vida y razón de ser de los pueblos de la entidad, que el Estado debe respetar y preservar.

Consiste, nos dice Benjamín Maldonado, en una ideología política que genera identidad en torno a la comunidad. No es un principio esencialista, sino un principio rector de vida. Es una orientación de lucha, una forma de nombrar lo propiamente indígena, de identificar lo que hay que defender. Es un principio rector de la vida india. Es –añade Arturo Guerrero– una episteme.

Y, de acuerdo con el zapoteco de Yalalag Joel Aquino –uno de sus principales promotores– es una palabra que define eso “que sentimos, que vivimos, que expresamos y que viene de nuestros abuelos”.

La comunalidad, contaba Floriberto Díaz –una de las figuras centrales de esta corriente de pensamiento–, fue un concepto que se construyó debatiendo con el antropólogo Arturo Warman, quien sostenía que la comunidad agraria no era una vía de sobrevivencia rural viable. Es, pues, una idea–fuerza frontera.

Para Adelfo Regino, es “la actitud humana hacia lo común” (…) “la raíz, el pensamiento, la acción, y el horizonte de los pueblos indígenas”.

El comunalismo es un pensamiento vivo, vigoroso, que nace y se expresa en la práctica cotidiana, nacido de una forma de vivir, que se legitima en sus prácticas actuales. Una vía para la reconstitución de los pueblos indígenas. Es un pensamiento y una práctica contemporánea, una expresión de un asociacionismo del siglo XXI. Es una reserva de futuro, no un lastre del pasado.

Nace como concepto de procesos de lucha por la defensa de los recursos naturales, la construcción organizativa, la reflexión colectiva, el debate. Esas luchas son antecedente obligado de la resistencia de pueblos y comunidades indígena al nuevo ciclo de despojo y devastación ambiental de sus tierras, territorios y recursos naturales.

¿Acaso todos los pueblos indios que habitan México son comunalistas? ¿Son las juntas de gobierno zapatistas comunalistas? Hay quien sostiene que sí. Hay quien lo pone en duda. Ponen como argumento la experiencia raramuri o seri. Hay quien sostiene que es una expresión básicamente oaxaqueña, otros que es esencialmente mesoamericana.

¿Tiene el comunalismo una base productiva propia asociada a la comunidad agraria? No es una pregunta ociosa. Su respuesta excede a esta charla. Baste apuntar que si así fuera, no habría forma de que se reprodujera entre los oaxacalifornianos que laboran como jornaleros agrícolas.

La comunalidad no implica necesariamente ruptura con las instituciones gubernamentales. Su coexistencia e imbricación es obligada y está marcada por la correlación de fuerzas. No implica, por lo pronto, un proyecto de autonomía radical. El priismo ha aprendido a convivir con él.

Sin embargo, en el terreno práctico, está presente como elemento central de resistencias ante el despojo y el autoritarismo. Una anticipación como la que dio lugar a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca en 2006 habría sido impensable sin la influencia del comunalismo en la sociedad oaxaqueña.

El porvenir de los recuerdos

 

Sabemos por Karl von Clausewitz que toda guerra produce no sólo bajas materiales y humanas, sino también morales. La moral es parte central de la guerra y el conflicto. Para someter definitivamente a un enemigo hace falta desarmarlo moralmente. Hay que destruirlo como sujeto, acabar con sus convicciones, minar su resistencia. El candado que cierra definitivamente la puerta del sometimiento es el momento en el que el derrotado ve su fracaso como irreversible, esto es, cuando se produce su desarme moral. El fin de la utopía es una de las facetas de la derrota moral de las clases subalternas anhelada por lo amos del universo.

Contra esta aniquilamiento moral, desde hace ya muchos años, han levantando la voz y la pluma quienes reivindican el porvenir de la nostalgia que han nombrado comunalidad. Aunque algunos no la veamos –nos aseguran– hay luz al final del túnel. No importa que el derrumbe del socialismo real haya puesto en cuestión las convicciones más profundas de la izquierda comunista, la que había visto en las revoluciones libertarias “el fin de la prehistoria y el inicio de la verdadera historia”.

Y esta luz al final del túnel –nos aseguran– no es el faro de un ferrocarril que marcha por la misma vía en sentido contrario, no es un culto esotérico a un pasado inexistente, sino los paradigmas alternos en construcción, que anuncian la resistencia y la jubilación del capitalismo, y que permiten el avance de un transformación social que combina la prosa con la poesía, y que se abre paso en el sendero del porvenir simultáneamente a machetazos y con bisturí.

Si, como lo señalaba Horkheimer, la revolución no puede pensarse como culminación del desarrollo sino como salto fuera de ese desarrollo, como salida de un proceso para iniciar otro radicalmente nuevo, el comunalismo nos proporciona una ruta de salida.

Si el regreso de esta utopía requiere de elaborar un horizonte de inteligibilidad, tanto de las contradicciones internas que el sistema económico gesta como las externas, esta tarea no puede dejar de lado el análisis de la cárcel en la que el capital pretende meter a la vida misma al sujetarla a un proceso permanente de homogenización, como la revuelta contra ella. Existe –nos dice Armando Bartra– una contradicción insalvable entre la uniformidad intrínseca contra la mercatilización y la diversidad consustancial del hombre y la naturaleza. No hay forma de macdonalizar el mundo y sobrevivir en el intento. El comunalismo es, simultáneamente, expresión de esta diversidad inasimilable por el capital y de esta resistencia en su contra.

Como señala Alejandra Aquino, el pensamiento de la comunalidad se inscribe en las Epistemologías del Sur, ya que ofrece simultáneamente instrumentos analíticos para comprender la situación de opresión de los pueblos como para avanzar en la construcción de relaciones no coloniales y alternativas al capitalismo neoliberal. Es una categoría contrahegemónica de reflexionar desde los pueblos originarios y su lucha por la emancipación.

Y, como parte central de este porvenir, se encuentra también el de la nostalgia por la centralidad del sujeto. Si distintas corrientes filosóficas contemporáneas, que van desde el pragamatismo de Richard Rorty hasta el desconstructivismo de Jackes Derrida, se han empeñado en acabar con el sujetor, el comunalismo recupera la existencia de éste, es decir, de una entidad autoconsciente capaz de darle sentido unitario a una historia hasta ahora desconcertada.

Nostalgia del porvenir, porvenir de la nostalgia, el comunalismo llegó ya para quedarse en las lucahs por la emancipación de este comienzo de siglo.

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