Viernes, abril 26, 2024

Democracia desairada

Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

Salvador Allende

 

Chile ha sido considerado un paradigma de nuestro tiempo, particularmente entre los países de Latinoamérica y El Caribe. A mediados del siglo pasado, mientras los países de la región se debatían entre la inestabilidad política y una sucesión interminable de golpes de Estado, en Chile florecía un régimen basado en la observancia de la ley.

No era el paraíso, ni mucho menos, pero comparada con lo que ocurría en la región –con excepción de Uruguay y algún otro– digamos que era una situación bastante envidiable. Ese régimen de libertades ciudadanas permitió que una alianza de izquierda (cuando la izquierda era de a devis) encabezada por Salvador Allende, triunfara en las elecciones presidenciales de 1970. El hecho tuvo un enorme significado a nivel mundial, porque demostraba la viabilidad de cambios revolucionarios por la vía pacífica, ni más ni menos.

Pero el gobierno gringo las grandes trasnacionales y la oligarquía chilena no estaban de acuerdo con esa posibilidad. Por eso duró poco duró la fiesta. En 1973 se produjo el golpe militar que derrocó al gobierno de la Unidad Popular y conmovió al mundo. Todos los cuentos democráticos inventados por las potencias capitalistas, se fueron al averno.

La dictadura de Pinochet, tan feroz con los chilenos y tan dócil con sus patrones gringos, sirvió de conejillo de indias para las políticas neoliberales que se gestaban en la cúpula imperial. Así surgió “el milagro chileno” que, con base en la privatización de los bienes y servicios de la nación, logró tasas “sorprendentes” de crecimiento. Guardando sigilo respecto a los niveles de marginación y desigualdad, cuyo ascenso no era menos sorprendente.

Cuando la dictadura dejó de ser funcional para los intereses estadounidenses y el anciano Pinochet se convirtió en un estorbo, se hicieron las gestiones necesarias para deshacerse de él y restaurar la ansiada democracia. Pero ya no aquella democracia en la que se confrontaban ideologías, discursos y proyectos antagónicos, sino esta nueva especie escenográfica donde, gane quien gane, el orden de las cosas permanece inamovible. Lo mío es mío y lo tuyo también.

No es extraño, en consecuencia, que haya sido durante el gobierno de la socialista Michelle Bachelet, cuando se alzó el movimiento estudiantil (2006) en contra de la privatizadora y excluyente Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, aprobada durante la dictadura de Pinochet. Movimiento que alcanzó su clímax en 2011, durante el gobierno del derechista Sebastián Piñera y se vigente.

El pasado domingo se realizaron elecciones presidenciales en el país andino para el periodo 2014–2018. A pesar de que las cifras “macroeconómicas” lo colocan como modelo a seguir por los países en desarrollo, según los neoliberales por supuesto, entre los chilenos prevalece un clima de desasosiego porque el cacareado “crecimiento sostenido” no se refleja en sus mesas ni en sus bolsillos. Nada nuevo en un sistema que asegura el enriquecimiento obsceno de una ridícula minoría, en detrimento del grueso de la población. Crecimiento no es desarrollo dijo aquel.

De ahí los bandazos electorales. En la elección anterior, ante el azoro mundial, votaron por el neo pinochetismo y ahora, desencantados, volvieron a votar por Michelle Bachelet, postulada por la coalición de “centro izquierda” Nueva Mayoría. La ex presidenta no logró ganar, como se esperaba, en la primera vuelta, al obtener 47 por ciento de la votación, contra 25 por ciento de su adversaria oficialista, Evelyn Matthei. El 15 de diciembre será el segundo y definitivo round que ratificará las tendencias.

Esta fue la primera elección presidencial donde la votación fue voluntaria, ya que la legislación tradicional mandataba el voto obligatorio. Por ello fu significativo que, siendo la campaña más polarizada desde el plebiscito de 1988 que determinó el la salida de Pinochet, menos de la mitad de los 13.5 millones de votantes registrados acudieran a las urnas.

Dato revelador de que uno de los signos de los tiempos que corren, en Chile, en la región y en el mundo, es el desánimo democrático. No obstante la inmensa cantidad de recursos que se invierten en los procesos electorales y la sofisticada propaganda política de partidos y medios, la gente mira con recelo a tanto aspirante a servidor de la patria.

Un desengaño tras otro han acabado con la confianza de la gente. Las promesas de un futuro mejor que nunca llega, más bien al contrario, los ganadores suelen hacer todo menos lo que prometieron, siembran y cosechan desesperanza. La conclusión lapidaria de que “todos son iguales” no es gratuita.

Ese es el paquetón que se echaron encima los carismáticos líderes estudiantiles chilenos, Camila Vallejo, Karol Cariola, Giorgio Jackson y Gabriel Boric, entre otros, al postularse y salir electos diputados con altos porcentajes de votación. Junto con la candidata presidencial han prometido reformas en la educación, el régimen tributario y una nueva Constitución. Nada menos.

Serán los principales en la mira, sobre todo de los jóvenes, hayan votado o no. Aunque la experiencia no deja mucho espacio para el optimismo, es deseable que, por fin, los jóvenes políticos den señales de aliento a las nuevas generaciones que hasta hoy solo han bailado con la fea (o el feo) de la fiesta. Sin agraviar a nadie.

 

Cheiser: Ayer se cumplieron, si me salió bien la cuenta, 103 años del comienzo de la Revolución Mexicana, hecho que, una vez disfrutado el puente respectivo, a muy pocos importa. Lejanos quedaron los días en que se recordaba con orgullo a los próceres hoy convertidos en calles. En ese valemadrismo nacional va envuelta la privatización del petróleo, que por supuesto sigue subiendo de precio. Ps ya qué.

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