El capitalismo neoliberal ha inventado su propio lenguaje para esconder no sólo sus objetivos reales, sino las funestas consecuencias de sus doctrinas económicas y sus aplicaciones en las regiones más periféricas del sistema económico construido con base en el “consenso de Washington”, que se reduce a privatizar y comercializarlo todo, incluyendo la vida, bajo todas sus formas. Dentro de ese lenguaje esotérico–dogmático–demagógico, se han acuñado términos que pretenden convencernos de una realidad virtual inexistente, construida por los “expertos” desde sus oficinas tapizadas de pomposos títulos universitarios gringos, diplomas y reconocimientos de las “exitosas” corporaciones transnacionales, a las que sirven fielmente.
Conceptos como: desarrollo, competitividad, seguridad alimentaria, crecimiento económico, progreso, acceso masivo a los bienes de consumo, alimentos certificados, competencias certificadas, son algunos ejemplos de este lenguaje que se pretende moderno, científico y universal. Sin embargo, la realidad cotidiana, la de los ciudadanos de a pie, los que no creen en la magia del mercado ni en las falsas teorías, ni los “coutchings”, los talleres para ser “asertivos”, ni en las noticias de las cadenas televisivas, es otra bien diferente: la semana pasada, frente al Congreso del estado sesionó durante dos días el Tribunal Permanente de los Pueblos, Unidos por la Vida, en donde una vez más se rompió el cerco mediático para denunciar la estrategia criminal y terrorista de los gobiernos que impulsan supuestos proyectos de desarrollo (gasoducto, autopista Tlaxcala–Puebla, vía Xoxtla, Libramiento Norte de Puebla, más parques industriales, más desarrollos residenciales), mismos que deben imponerse por la fuerza si es preciso. En las sesiones de denuncia se hizo patente la complicidad e intimidación de supuestos empleados de la CFE y de Pemex para presionar y amedrentar a los ejidatarios para que abandonen su resistencia a todos estos proyectos que además de destruir la naturaleza, destruirán el tejido social (que tanto preocupa al gobierno) y permitirán que los dueños del capital lucren con los recursos de las comunidades: tierra, agua, mano de obra, aire limpio, bosque y paisaje.
Las comunidades que cuidan desde hace siglos sus recursos, que siguen siendo autosuficientes en su alimentación, que cultivan sus propios alimentos y no han cedido al canto de las sirenas del consumismo capitalista, y que valoran más el “tener poco”, pero “vivir bien”, son los “números inútiles” en la contabilidad capitalista, pues no sólo no consumen, sino que impiden el progreso, pues se oponen a explotar los bienes naturales a los que se aferran. Por eso hay que desincentivar el campo (ya se anunció que se acabará Procampo), hay que sacarlos de sus tierras, enviarlos a los centros urbanos a engrosar las filas de los desempleados dispuestos a trabajar por salarios de miseria y sin ninguna prestación de ley, dispuestos a firmar su renuncia sin fecha incluso antes de empezar a laborar; hay que hacerlos que crean en el sueño americano y en la magia del dólar para que se vayan, se desintegre la unidad familiar, se rompa la herencia cultural, se pierda el saber ancestral, y en pocas generaciones más, se conviertan, ahora sí, en números útiles al sistema, aunque no sea más que para justificar las estadísticas de muerte.