Viernes, abril 26, 2024

Inutilizar el agua es un crimen de lesa humanidad

En noviembre de 2013, cuando se realizó en México la Audiencia Temática sobre Devastación Ambiental y Derechos de los Pueblos del prestigiado Tribunal Permanente de los Pueblos (legado del pionero Tribunal Russell para juzgar los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por Estados y empresas contra los pueblos del mundo), apenas había pasado un año desde que Enrique Peña Nieto había tomado el poder gracias a una compra masiva de votos con tarjetas electrónicas y su gobierno se perfilaba a la privatización y desnacionalización de nuestra riqueza petrolera, que habría de concretarse menos de un año después.

En la sentencia emanada de la audiencia temática plantea el jurado: “Inutilizar el agua supone una violación al derecho a la vida, pero además una herida profunda en la memoria histórica de los pueblos. El nuevo diseño de uso de los suelos ha ignorado las áreas protegidas, los territorios indígenas, las zonas de producción de alimentos y los sitios de importancia histórica y cultural para imponer usos intensivos y extractivos en beneficio de los mercados externos”. Eso es lo que ha ocurrido en la cuenca Atoyac–Zahuapan, en Tlaxcala y Puebla, desde que las autoridades federales y locales decidieron, al margen de la voluntad de las comunidades ribereñas, que su cultura, su modo de vida campesino e indígena, su historia y sus sueños como pueblos, debían subordinarse (o incluso ser exterminados) para abrir paso a una promesa de progreso que, en realidad, se convirtió en un delirio frenético de acumulación de capital y de transferencia de impactos y efectos dañinos a la población, que fueron soslayados (e incluso negados) por las autoridades responsables, para regocijo de las empresas asentadas en la cuenca, pero para miseria y dolor de las comunidades.

A esta vorágine han sido arrojadas miles de familias de ambos estados, afectadas porque sus hijas e hijos, cónyuges, padres y madres, hermanas y hermanos sucumbieron ante el “progreso” que presuntamente significan cada una de las más de 20 mil 400 empresas industriales y autoridades municipales, estatales y federales que diariamente nos obsequian 778 toneladas de contaminantes orgánicos, químicos, tóxicos y peligrosos (según lo consigna la Declaratoria de clasificación de los ríos Atoyac, Xochiac o Hueyapan y sus afluentes, emitida por la Conagua en 2011 y publicada en el Diario Oficial de la Federación), con los que los pobladores de las comunidades no pueden hacer otra cosa que enfermarse y morirse de cáncer, insuficiencia renal y otras enfermedades similares. Vaya, ni los bebés quieren nacer en la cuenca Atoyac–Zahuapan, pues entre 2002 y 2016 se registraron 906 abortos espontáneos, lo cual coloca a varias localidades de la cuenca dentro del 0.02 por ciento peor de todo el país en esta macabra estadística nacional.

En el fondo de esta grave crisis puede reconocerse un fenómeno que John Bellamy Foster denominó “la fractura metabólica”, esto es, la ruptura de la conexión íntima y vital entre el ser humano y la naturaleza, como lazo de interdependencia que no sólo da origen a la riqueza material de la que depende nuestra reproducción, sino que, además, como lo sostuvo Bolívar Echeverría tiempo antes, le otorga sentido y finalidad a nuestra existencia, siempre en curso de realización. Desde esta óptica, la realidad de la crisis ambiental y de salud en la cuenca Atoyac–Zahuapan no puede ser considerada sino como un crimen, un agravio absoluto contra la vida de las comunidades, perpetrado por la voracidad empresarial (siempre dispuesta a ahorrar costos transfiriéndolos a la población) con la complicidad de una autoridad de Estado que no sólo ha negado sistemáticamente la crisis, sino que ha mostrado toda su voluntad de simular interés en resolver la catástrofe, con tal de prolongar, hasta el límite de la ignominia, las ganancias de aquellos a quienes considera sus verdaderos electores: los empresarios.

En nuestra cuenca, la fractura metabólica se manifiesta en el hecho de que los ríos Atoyac y Zahuapan, sus arroyos y afluentes, sus zanjas y sus canales de riego, se han convertido en democráticos difusores de enfermedades mortales, mientras la riqueza se acapara antidemocráticamente. Respirar el hedor que despiden nuestros ríos produce algo mucho más grave que sólo molestia y eso lo saben Marco Antonio Mena, Antonio Gali, Rafael Moreno Valle, Martha Érika Alonso, Mariano González Zarur, Héctor Ortiz y todos sus predecesores, así como lo saben también Peña Nieto, Calderón, Fox, Zedillo y Salinas, quienes hoy permanecen impunes, mientras muere una persona de cáncer cada cinco horas en la cuenca, sin que haya responsables.

Es en este escenario que iniciaremos una nueva administración dentro de poco más de un mes. La fractura del metabolismo social con la naturaleza sigue vigente en la cuenca Atoyac–Zahuapan y no se remendará con plantas de tratamiento ni arrojando dinero al problema. Lo que han dicho las comunidades es que se requiere de un proceso amplio, democrático, participativo y abierto de involucramiento de todas las partes, empezando por el reconocimiento de la simulación gubernamental y el costo que ésta ha tenido, en términos de obtención ilegítima de ganancias e impunidad corporativa y de pérdida de vidas humanas, salud, biodiversidad, economía y cultura para las comunidades.

La solución de la catástrofe socioambiental en la cuenca Atoyac–Zahuapan pasa por la inversión de las prioridades del Estado, para poner, en primer lugar, como no se ha hecho antes, los derechos de las comunidades, partiendo de su derecho a vivir en ambientes no degradados.

Mientras nos organizamos para juzgar a Peña Nieto y a sus antecesores por los crímenes de lesa humanidad que nos deben, organicémonos ya para rescatar la cuenca en beneficio de sus habitantes y de las generaciones futuras, porque lo van a necesitar.

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