Jueves, abril 25, 2024

¡Nunca más un 2 de octubre!

El movimiento de 1968 ocupó intensamente la vida de la Ciudad de México durante la segunda mitad de ese año, “Año de la Olimpiada”, proclamaba el gobierno; “Año de la represión”, respondían los jóvenes.

El movimiento fue impulsado por los estudiantes de las instituciones de educación media y superior públicas y privadas, y si el 2 de octubre el movimiento fue masacrado en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, jamás fue derrotado, primero, porque en ese preciso momento se inició un proceso de transición política que, 50 años después, culminaría el 1 de julio pasado; en seguida, porque, a cinco décadas de distancia, se mantiene en la memoria histórica de las luchas sociales.

El movimiento tiene múltiples determinaciones. Surge, en nuestro país, en una sociedad que mantenía elevadas tasas de crecimiento económico, sin embargo, el llamado “milagro mexicano” no lograba mejorar el bienestar de la población, la distribución del ingreso se movía entonces, como hoy como siempre en el capitalismo, a favor de una pequeña parte de la población, mientras se generaliza la pobreza. Este proceso de pauperización y desigualdad, se acompañaba de un régimen político desgastado, autoritario, excluyente y antidemocrático.

Sin embargo, el rechazo político a esta situación no correspondió a la clase trabajadora o a los campesinos, pues ambos, desde el cardenismo, habían sido corporativizados y sometidos al poder hegemónico, por tanto, carecían de capacidad política y organizativa independiente como para expresarse en contra del poder; por otra parte, la parte de la clase trabajadora que luchaba por la democracia y la libertad sindical, había sufrido 10 años antes una bárbara represión. En 1958 los maestros, los telegrafistas y los petroleros fueron duramente golpeados por el gobierno priísta y en 1959, fue reprimido el movimiento sindical ferrocarrilero encabezado por Valentín Campa y Demetrio Vallejo, quienes en 1968 seguían prisioneros y la demanda de su libertad se hizo central en el movimiento estudiantil; a su vez, una sistemática persecución y represión, liquidó la resistencia campesina que fue avasallada por una agresiva política que liquidó la reforma agraria.

No pudieron ser ellos, por tanto, el sector social que, preocupado por la creciente desigualdad provocada por el desarrollo del capitalismo tenía condiciones de enfrentar la falta de democracia, fue la parte menos controlada de la sociedad: la clase media, y de ella, aquella que, por cierto, había sido la más beneficiada con la expansión de la educación superior: los jóvenes de clase media. Así, estudiantes y trabajadores académicos de instituciones de educación superior, pudieron y decidieron alzar la voz y fueron capaces de movilizarse al margen del poder para demandar la democratización del país –la derogación del delito de disolución social, fue otra demanda central del movimiento– y enfrentar dos cuestiones que a la clase media siempre le han preocupado: una, disponer de vías expeditas para ascender socialmente y, otra, cómo eludir su proletarización.

Una situación así, exigió al movimiento empezar por quitar la máscara a las palabras; así, para los jóvenes participantes en el movimiento, el Estado dejó de ser el padre enérgico, pero generoso, que todo lo resolvía y pasó a comprenderse como un aparato al servicio de la clase dominante, que aunaba a la demagogia la represión; además, luchaban los jóvenes contra la ideología dominante que se expresaba identificando al gobierno como el representante de los intereses de la Nación, de manera que, enfrentarlo, era ir contra los intereses nacionales, lo cual legitimaba la represión; la mascarada terminaba y los jóvenes ahora podían ver una sociedad dividida en clases sociales y comprendieron que la lucha entre ellas era el motor de la historia; de la misma manera, se dieron cuenta que la democracia proclamada por el Estado autoritario, era un mero gesto y sus practicantes grotescos gesticuladores, mientras que su movimiento y los sectores progresistas eran perseguidos y reprimidos; también supieron que había mexicanos y partidos declarados ilegales por el solo hecho de luchar por abrir espacios a la democracia, lo que a muchos de sus militantes les costó la libertad o la vida.

En ese ambiente político antidemocrático, asfixiante y opresivo, se movía la juventud estudiantil, que si bien sabía que su calidad universitaria le daba cierta ventaja sobre los demás jóvenes para ascender en la escala social, empezaron a buscar formas de expresión distintas a las ofrecidas por el poder. Querían un mundo distinto y lo veían posible en la construcción del socialismo cubano a unos cuantos kilómetros del imperialismo; en lucha de los vietnamitas, defensores heroicos de su nación contra la invasión imperialista; en las luchas guerrilleras de América Latina, impulsadas por el Che Guevara y su hombre nuevo; en la teología de la liberación, que descubría nuevos sujetos revolucionarios y lo veían en esas luchas que, en 1958–59, encabezaron Othón Salazar, Demetrio Vallejo, Valentín Campa o Ramón Danzós Palomino, imprescindibles combatientes por la emancipación proletaria.

De esta manera, en ese ambiente de expansión y modernización económicas, en un régimen políticamente represivo y cerrado, los jóvenes adquirieron la conciencia de que podían tomar el presente y el futuro de su vida y de la sociedad en sus manos; querían que las decisiones sobre la forma como debían vivir no las tomara ninguna de las instituciones, que veían decadentes, ni nadie más, sino ellos mismos. No se trataba de una visión individualista, sino de una comprensión de la vida que mezclaba lo individual y lo colectivo que defendía el derecho de los individuos, pero también el de la sociedad, a decidir cómo querían que fuese el mundo.

La respuesta del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, fue vesánica y abusiva. La represión se convirtió en la peor expresión de la intolerancia vuelta crimen. Aquel miércoles dos de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, donde se reunían alrededor de 10 mil personas, Díaz Ordaz ordenó la masacre. Pero en ese momento, se inició una larga transición política, que pasa por el 10 de junio de 1971; el fraude electoral de 1988, la reforma política y el sistema de partidos (1977), los asesinatos de indígenas en Acteal, de campesinos en Aguas Blancas y los 43 normalistas desaparecidos (2014), por mencionar solo algunos de los muchos crímenes de Estado; la rebelión de los médicos; la frustrada alternancia democrática del año 2000; el desafuero y los fraudes de 2006 y 2012, las fosas ilegales y los cadáveres en tráiler. Este proceso de transición, culminaría el 1 de julio de este año, cuando el triunfo popular fortaleció la esperanza de cambiar el rumbo neoliberal del país.

Ese cambio, necesita muchos movimientos como el del 68, aunque jamás deberá repetirse un dos de octubre.

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