Tal cual reza el título de la obra de teatro De la Calle, de Jesús González Dávila, hoy podemos ver que hay niños en esa situación que nacieron en la calle, han hecho de ella su hogar, han crecido y hoy a su vez tienen hijos ahí. De acuerdo a una entrevista realizada recientemente por la revista Proceso a Pedro Hernández, académico de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM, la “calle es una opción y un espacio de vida para algunas poblaciones. ‘Quienes algún día fueron niños de la calle han alargado su permanencia en ella y hoy tenemos la tercera generación que ha nacido en ese medio y no conocieron un hogar’”. El dato resulta alarmante cuando nos percatamos de lo que implica. Para empezar, denota el fracaso total del modelo económico en el que nos encontramos. Ya en otros espacios he denunciado los efectos terribles que ha tenido la aplicación de las políticas neoliberales en nuestro país, en múltiples expresiones y facetas. Como lo escribí en un artículo en 2011 a raíz de una visita a San Cristóbal donde observé niños en la calle todo el tiempo ocupados en la venta de artesanías y la mendicidad, de “acuerdo con cifras de la Unicef, 3.6 millones de infantes con edades de entre cinco y 17 años trabajan, lo que equivale a 12.5 por ciento de la población infantil en el país. De ellos, según esta misma información, 1.1 millones son menores de 14 años. Y aun cuando el mismo documento informa que la sexualidad es un factor determinante –trabajan más los niños que las niñas– dicha información no considera el trabajo doméstico que ni está remunerado, ni culturalmente se considera negativo. 24 por ciento de los niños de entre cinco y 17 años que trabajan se encuentra en los estados de Puebla, de México y Jalisco, cosa que nos ha de hacer sentir sumamente orgullosos; por supuesto, 58 por ciento se encuentra en los estados de Michoacán, Guerrero, Veracruz, Guanajuato y Chiapas, estado este último en que la situación es en verdad lastimosa”. Las estadísticas son alarmantes, aunque las cosas se presentan todavía peor en estos años.
El reportaje afirma que según “datos de la Encuesta Intercensal 2015 (Inegi), uno de cada dos niños se encuentra en situación de pobreza, condición que los coloca en riesgo y alta vulnerabilidad; un importante número de ellos vive situaciones permanentes de violencia verbal y física, además de un alto índice de abusos sexuales”. Sumado a lo anterior, encontramos abuso de estupefacientes y alcohol. Todos estos factores son determinantes para que los niños prefieran la calle; si a eso le añadimos la situación de explotación laboral y sexual de la que son objeto algunos de ellos, la calle es una respuesta, un refugio, y los otros niños, una familia quizá más funcional. El que existan niños viviendo en las calles de las principales urbes de país significa un fracaso rotundo de todo el sistema, incluida la familia. Por supuesto, las mieles del modelo no se aparecen por ningún lado, por el contrario, parece que propician el aumento de casos como estos. Los días que corren nos hacen ver la paradoja del siglo XXI, el de la esperanza en la tecnología y el libre comercio; el de la promesa de la mejora de los sistemas políticos una vez terminado el debate entre las derechas y las izquierdas. Una sociedad que no se preocupa por su niñez, queda condenada a vivir eventualmente las consecuencias nefastas que tendrá la omisión. De hecho, en los últimos años se ha sobreprotegido a los niños en determinados rubros y en otros, se les ha dejado a su suerte. En educación especialmente, se ha confundido la vacuidad de contenidos y la falta de disciplina con la modernización y un pésimo entendimiento de los derechos humanos. No se pega a los niños ahora, pero se les ignora dejándolos en manos de las escuelas que poco o nada pueden hacer en determinados niveles formativos donde la clave está en el hogar. De ahí que cada vez más jóvenes se sumen a bandas delictivas, el aumento en el consumo de todo tipo de drogas y la terrible manera en que buena parte de la sociedad se comporta en redes sociales.
La entrevista continúa: “Aunque siempre ha existido este fenómeno, en la década de los 90 surgió un boom de la visibilización de la población callejera; los infantes comenzaron a ocupar más la calle y el fenómeno social de los desamparados se hizo más notorio. Sin embargo, ‘hoy ya los consideramos parte del paisaje urbano, es decir, se han vuelto a invisibilizar’” –afirma Hernández–. En efecto, cuando normalizamos una condición o una conducta, se mimetiza entre todo lo demás que acontece y desaparece, no sólo a ojos de la sociedad, sino de las autoridades encargadas del diseño de políticas, programas y acciones encaminados a evitar estas terribles realidades. No hay justificación que valga para no dedicar recursos a solventar estos problemas, pues esos niños serán los adultos del mañana y sus decisiones indudablemente estarán marcadas por su vida de infantes. “La historia de cada individuo –dice Hernández– en esta posición está inserta en una historia familiar, y ésta en una sociocultural. El núcleo familiar refleja la situación social de un país, sus desigualdades, injusticias y pobreza, la población callejera es el último eslabón de esta serie de dificultades que vivimos”. Es un eslabón que nos molesta y nos duele por lo injusto y nos preocupa por sus implicaciones a futuro. Algo habrá que hacer más allá de los discursos que esperamos oír en 2018.