Viernes, abril 26, 2024

Consideraciones obvias sobre la entrega de los Oscar 2018

La relación entre las industrias de cine y televisión mexicanas con las estadounidenses es tan vieja como el inicio de las mismas en nuestro país. Eso que llamamos época dorada del cine mexicano, por ejemplo, estuvo estrechamente vinculada con “nuestra” participación en la Segunda Guerra Mundial, luego de que barcos originalmente extranjeros, aunque “nacionalizados” con pintura que borró los nombres viejos y superpuso otros locales, fuesen bombardeados por los Alemanes en Tamaulipas. Indignados por la afrenta, México decidió participar del bando aliado en la guerra, enviando ese emblemático Escuadrón 201 a Filipinas, del cual Luis Lupone realizó el excelente documental Memoria recuperada (2013).

Gracias a esta entrada en la situación de beligerancia, México recibió de Estados Unidos el apoyo crucial para la producción fílmica de los años 40, con directores, técnicos, camarógrafos y escritores que desde el país del norte fueron enviados para enseñarles a los mexicanos a hacer cine comercial. Ese contexto significaría para el proyecto de televisión mexicana, que desde los años 30 González Camarena iniciara con el apoyo del general Lázaro Cárdenas, un idóneo caldo de cultivo para su florecimiento. Sumemos a ello el viaje que Rómulo O’Farril, al primer concesionario de televisión en México, le pide a Gonzalo Castellot que haga a Estados Unidos para estudiar la industria vecina y su posible reproducción local (Castellot, la televisión en México 1950–2000, México, Edamex, 1999).

Del mismo modo, no puede ser olvidado el hecho de que Emilio Azcárraga Vidaurreta –último empresario en adquirir una concesión de TV pero el más fuerte en términos de mediática– hubiese cedido 87.5 por ciento de las acciones de su emisora de radio, la XEW, a la Radio Corporation of America (RCA), empresa que resultase de la asociación entre General Electric, ATT, Westinghouse y United Fruit y que, además, tenía por socia a la National Broadcasting Company (NBC), tal como cuenta Florance Toussaint en su libro Televisión sin fronteras (México, Siglo XXI Editores, 1998).

La historia de la mediática audiovisual mexicana está marcada por la influencia de países extranjeros, de entre los cuales Estados Unidos destaca por mucho. Lo sabemos bien los asiduos consumidores de cine y televisión que crecimos alimentándonos de contenidos extranjeros, los cuales, aunque ahora recordemos con nombres en español, provenían del país norteño. No considero que sea exagerado hablar de una invasión cultural, al estilo que lo planteara Ignacio Ramonet, que ocupó las salas de nuestra casa y nos enseñó un compendio basto de formas de relacionarnos en la sociedad y de estructurar nuestro mundo, lo cual al presente puede incluso sobrevivir.

La influencia de esta industria mediática estadounidense en México expandió su dominio mucho más allá de la pantalla, en parte porque definió nuestros juegos y juguetes de la infancia, porque nos vistió e impuso las imágenes de nuestras loncheras, porque nos hizo comprar la comida que traía las figuritas que deseábamos; porque, incluso, nos instruyó en la forma de declararnos amorosamente, si no es que nos dijo de quién enamorarnos y a quién rechazar. ¿De cuántos personajes negros se enamoraron en la infancia? ¿Cuántos infantes no heterosexuales pudieron tener un role model en las series de televisión o caricaturas? ¿Han detectado lo homofóbicas que eran series como Friends o The Fresh Prince of Bel–Air?

No considero que las producciones mexicanas populares hayan aportado una visión distinta a la estadounidense en el sentido que he planteado, pero el motivo de este escrito es la admiración que se sigue teniendo por la industria del norte y, todavía más, que la valía del trabajo mexicano solo sea visible si el mismo es premiado en el país vecino. Este fin de semana nos volvemos a enfrentar a ello, a los medios masivos de comunicación locales vanagloriándose por las nominaciones de mexicanos en los premios Oscar, tal como hicieron en años recientes, en particular con los triunfos de Emmanuel Lubezki y Alejandro González Iñárritu.

Este año el “orgullo nacional” estuvo depositado en Guillermo del Toro. De ninguno de los mencionados ni de los no mencionados es culpa esta triste historia nacional. De hecho, podríamos decir que son una suerte de víctimas de que en el país no existan las condiciones para producir sus proyectos, además de ser, junto con muchos otros, fugitivos de la violencia cotidiana que se vive en México. La crítica no está dirigida a esas personas que pueden ser o han sido premiadas, sino a las que reproducen la adoración por la mediática extranjera, hacen negocio hablando de ella y disponen las condiciones de posibilidad de su reproducción. Es indispensable interrogarnos en qué medida estamos entre ellos.

México no tuvo ninguna producción nominada en los Oscar. Tuvo muchas veces nominada la película de un mexicano y hubo una película nominada que tematiza una realidad mexicana, Coco. A mi parecer, en este largometraje animado se sintetiza lo que quise exponer en los párrafos anteriores: una empresa extranjera de cine para niños que se apropia “amablemente” de un capital cultural mexicano para vender su producto de entretenimiento. A Coco se le ha valorado por la precisión con la cual representa la fiesta de muertos, pero, a mi parecer, va más allá de eso porque representa también la realidad del colonialismo cultural estadounidense al menos en dos sentidos: primero, arrogándose el derecho de hablar de esta fiesta mexicana y exportando al mundo su interpretación y, segundo, por el hecho de que aparezcan piñatas de Toy Story y de Monsters Inc. en el pueblo de donde es el personaje principal.

Con esta intertextualidad de las películas de Pixar, la empresa –tal como hace Marvel– crea un mundo de sus ficciones que ahonda en el efecto real de las mismas. Sin embargo, en una lectura local y externa a este recurso empresario–ficcional, un pueblo mexicano, mezcla de Pátzcuaro y Mixquic, es mostrado como un lugar donde se venden piñatas de personajes estadounidenses, lo cual no puede ser más cierto. El problema es la hipocresía que eso puede implicar: saber y normalizar que, en cierta medida, México sea una extensión del consumo comercial de los productos mediáticos gringos. A ello es indispensable sumar lo más indignante de la película, a saber, que una producción estadounidense, que solo da ganancias a los que en ese país hacen este cine, se atreva a incorporar una frontera, con todo y sus agentes fronterizos, en su narración sobre algo mexicano, sobre todo en un momento como el presente.

No obstante, Coco a casi todos ha hecho llorar. En ello radica la fuerza de la ficción, la que en algún momento se propuso expulsar de la República por el modo embelezante como alejaba a la población de la verdad (hay veces en las que creo que Platón tenía razón). Con esa conmoción se han vendido millones de historias desde que Estados Unidos dominó el mundo cultural del público más grande. Haciéndonos llorar y reír es como más adentro se nos han metido, hasta aceptar que sean ellos quienes escriban nuestra historia. Quienes crean que Coco es un acto de conciliación han caído en uno de los más grandes conformismos que se pueden tener.

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