Tania Nadshiely Verónica Luna, resuena en el corazón de muchos. Tenía 21 años, era originaria de Veracruz y cursaba el quinto cuatrimestre de sociología en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Mostró interés por el tema de género. La página web de la Universidad Centroamericana (UCA) en Nicaragua, todavía señala que tenía una cita el 13 de octubre en dicho país para presentar una ponencia titulada “El movimiento LGBT como corriente ideológica excluyente del género en la sociedad contemporánea en la ciudad de Veracruz” en el marco del XV Congreso Centroamericano de Sociología–Asociación Centroamericana de Sociología. Todo se eclipsó el jueves 29 de septiembre cuando sus vecinos la encontraron sin vida. Una vez que saliera a la luz pública como una “muerte más” y se reflejara, hasta ese momento y de acuerdo con el Observatorio de Derechos Sexuales y Reproductivos (Odesyr), en el frío feminicidio 63, se desencadenó, entre algunos sectores de la población, indignación, ira, impotencia, dolor y, por supuesto, la exigencia de justicia por lo que en un principio se manejó, por los medios y las autoridades, como un suicidio, aun cuando en el cuerpo de Tania había claros signos de asfixia.
Resulta de gran envergadura tener en cuenta la relación perversa que puede entablarse entre los medios de comunicación y las autoridades, y su papel en la construcción de la percepción de la violencia contra las mujeres y, particularmente, de los feminicidios.
Frente a actos cada vez más crueles como el acaecido con Tania, Rita Segato subraya la duplicación del Estado. Por una parte se nos muestra una primera realidad constituida por el campo de lo legal, de lo transparente, de lo permitido, protegida por las fuerzas policiales y militares, instituciones y políticas de seguridad pública, sistema judiciario y carcelario. La segunda realidad, indisociable de la primera, circula por el terreno de la ilegalidad, cuenta con su propia lógica de capital y corporaciones armadas encargadas de velar por la seguridad de sus dueños, conducidos por cabezas que actúan a nivel local y barrial. En este sentido, los actos violentos no se pueden seguir concibiendo como situaciones particulares, desarticulados o locales, pertenecientes al fuero ínterno, sino que deben vincularse con una estructura conformada por dichas realidades que inciden en la política, en los gobiernos, en los centros nacionales e internacionales. No obstante, el discurso oficial, diseminado por algunos medios, pretende colocarnos como simples espectadores, disfrazando sentidos y significados.
Raquel Gutiérrez nos recuerda que, precisamente, un dispositivo del Estado es la ininteligibilidad de los crímenes y de la violencia. Esta estrategema conduce a la dificultad de organizar nuestra experiencia singular y colectiva en un diálogo más o menos sensato que nos permita decir un basta sólido. Debemos estar alertas frente a esa violencia que el Estado y algunos medios nos presentan como dispersa, esporádica y anómala, y, en cambio, percibir la sistematicidad de esta gigantesca estructura que vincula redomas aparentemente muy distantes de la sociedad. Es, por lo tanto, indispensable pensar en grande y conectar los feminicidios, los cuerpos policiales, las autoridades, los medios de comunicación y los temas de la “seguridad pública” con el Estado y la política.