Viernes, abril 26, 2024

Nostalgias de la verónica

Destacamos

Duró apenas un suspiro: Guillermo Capetillo se había plantado en el tercio y, ante la franca embestida de “Palo de Rosa”, de La Estancia, meció su pequeño capote con ritmo musical en dirección a su costado izquierdo, apenas una lenta caricia al viento, al toro y al arte intemporal de la verónica. A la vuelta del astado, imperceptible pero firmemente atado a la tela, desmayaría la suerte por el otro pitón. Y, sin solución de continuidad, de nuevo por el izquierdo; como la cosa más sencilla del mundo, el breve milagro continuó, alternado ambos lados mientras los olés rodaban desde el tendido. Hasta que el vaivén de aquel capote brujo se recogió sobre la cadera derecha del diestro, estrechándose con la noble embestida en escueto, escultural recorte. El animal quedó quieto, absorto ante el prodigio que, sin olerlo ni saberlo, acaba de coprotagonizar.

Fuera de un par de dibujados doblones por el mismo pitón zurdo, nada más haría Capetillo en una tarde que se anunció tibiamente como la de su despedida, despedida que él mismo desmentiría, si bien de modo ambiguo, inmerso todavía en el mar de dudas que presidió su desastroso desempeño. Y eso que aquel primero había sido, si no el más bravo, el toro más noble y repetidor de la naciente temporada; en cambio, el descastado 4º, con el que anduvo coleando a trapazos todo el ruedo, no tenía un pase cabal.

Nostalgias de la verónica

 

La verónica o lance natural con el capote, primera suerte de la lidia desde tiempo inmemorial, estaba ya descrita en las tauromaquias de Pepe–Hillo y Paquiro; al parecer fue el Guerra quien primero la dio de perfil –o de escorzo, al menos– y Belmonte quien puso los cimientos de su definitiva preminencia con aquellas “cinco verónicas sin enmendarse”, cantadas por Don Modesto en su famosa crónica de la primera novillada de Juan en Madrid (26. 03.1913). Claro que el cerrado dramatismo belmontiano tenía el contrapunto de la cadenciosa, despaciosa y armoniosa verónica de Rodolfo Gaona, de sabor tan mexicano. En esa época, el lance natural aún se daba con las manos altas, pero al poco tiempo discurría por cauces de mayor reunión y grados de plasticidad asombrosos.

 

Cultores distinguidos

 

Quienes a fines del siglo pasado se extasiaban con las verónicas de Curro Romero y Rafael de Paula, tan esporádicas como bellas, o con el desmayo capotero de Fernando Cepeda, seguramente se habrían ido de espaldas si llegan a contemplar las que, con ganado mucho más pujante y violento, prodigaban Cagancho o Curro Puya –la verónica gitana, loada por Gerardo Diego como “la flor de la maravilla… lenta, olorosa, redonda…”–, o Chicuelo y Márquez, o, en plena progresión estética, las de los Solórzano, La Serna, Luis Castro, Pepe Luis Vázquez, Manolo Escudero, El Calesero, a quien alcancé a ver y que bordaba de capa a prácticamente todos sus toros. No me olvido de Ordóñez, Pepe Cáceres, El Viti y Chuchito Solórzano. Ni, incluso, del último Rey David y el primer Manolo Martínez. Antes, alcanzaron justa fama la finura de los lances de recibo de Pepe Ortiz y Luis Briones, el sentimiento inigualable de Silverio o el salero de Procuna cuando se decidía e inspiraba.

La verdad es que, al margen de la personal interpretación de cada cual, el saludo por verónicas no lo escamoteaba prácticamente nadie. Por principio, los toreros de formación clásica –Armilla, Ortega, El Niño de la Palma, Fermín Rivera, Dos Santos, Juanito Silveti, Alfredo Leal…–. Hasta que entre la endeblez del ganado y el encumbramiento de la faena de muleta relegaron el toreo de capa a su mínima expresión, atentando primero contra los quites y, al cabo, menoscabando el lance natural de toda la vida. Es verdad que, a partir de El Juli, la preocupación por la variedad capotera emprendería una especie de retorno que, sin embargo, no acaba de devolverle a la verónica su sitio de reina y señora del primer tercio. Lo que hoy vemos en las plazas –Morante al margen– son comprimidos de verónica. O incluso pseudoverónicas descargando la suerte –es decir, apoyándola en la pierna equivocada–, tristes sucedáneos de aquel clásico recrearse en el trazo de uno de los lances más hermosos de la tauromaquia.

Por eso se celebra el gesto artístico de Capetillo. Tan desdibujado y sin sitio como se vio, había hecho, en menos de lo que se cuenta, lo más bello y perdurable del año. Toreo utilitario hemos tenido y seguiremos teniendo a pasto. Toreo así de poético, muy de vez en cuando.

 

Ecos de la segunda corrida

 

Encierros de tres y tres rara vez resultan. El domingo, sólo quedó deplorar la mansedumbre asnal del terceto de San Isidro, y lamentar que no hayan venido más bureles de La Estancia, que a cambio del mulo topón que cerró plaza, la había abierto con un astado de mazapán, desperdiciado por Capetillo, y echó en 5º lugar un berrendo agironado de embestida fuerte pero fija y repetidora; a éste, “Miel en Penca” de nombre, se le premió exageradamente con el arrastre lento, pues apenas cumplió en varas y no dejó de escarbar e incluso recular durante la faena de Sebastián Castella, que estuvo con él muy firme y mandón, lo estoqueó defectuosamente y le cortó las orejas, explicable la segunda solamente como fórmula para combatir el frío y el tedio que a esas alturas se habían enseñoreado. La plaza registró una entrada a tono con el cartel: rala y flojita. Y vio estrellarse la buena voluntad de Diego Silveti en un lote imposible.

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