El sol, el planeta Tierra con su suelo, el agua, los cambios estacionales de rotación y traslación, estructuran condiciones ambientales de clima, altitud y latitud que hacen posible la vida vegetal y animal (el humano es tan sólo un animal más), todos propicios a ofrecer, dar provecho a la concurrencia a la que se suma el mundo microscópico de priones, virus, bacterias, protozoos, helmintos, hongos, artrópodos y más, todos inmersos en uniforme convivencia que hace posible la vida, con interdependencia de unos con otros, en una trama biológica de vivir coadyuvando o alterando la temporal expresión vital; así los humanos en el estatus biológico portamos agentes causales de enfermedad que nos obligan a conocer cada factor condicionante con sus ciclos biológicos, la necesidad de ubicarlos y evitar en lo posible que nos causen enfermedad, para lo que basta con entender su presencia y a la par de ello modificar nuestros modos de vida, hábitos, costumbres, de sujeto, familia, comunidad o región, a grado tal que debemos enterarnos de los patógenos, conocer el cómo y el por qué de su transmisión.
Este sentido de ver los hechos biológicos está desde siempre y dio origen al bioterrorismo o guerra bacteriológica, entendido como el ataque a sujetos humanos con agentes vivos o productos bio–tóxicos, que visto hacia atrás nos permite ver que desde antaño, aunque no se identificaban microbios, se usaron; así se arrojaban cadáveres como para atacar o defender durante conflictos armados y, hay datos documentados antiguos como los que relatan los textos hititas de 1500 a.C. en que se arrojaron restos de humanos muertos de peste a tierras enemigas; en la Guerra de Troya, relatada en la Ilíada y la Odisea, los poemas épicos de Homero relatan que se arrojan lanzas y flechas con veneno; 500 a.C. en la primera guerra sagrada de Grecia entre Atenas con la Liga Anfictiónica, que envenenó los suministros de agua del pueblo de Crisa cercano a Delfos con “eléboro”, una planta tóxica; en el siglo IV a.C. los arqueros escitas untaron con sangre humana, heces de animales o veneno de serpiente la punta de flechas para infectar a quien hirieran; en el año 184 a.C. Aníbal de Cartago tenía serpientes venenosas para lanzarlas a la cubierta de los barcos enemigos; en 130 a.C. Manio Aquilio, comandante romano, envenenó pozos de abasto de agua de poblaciones asediadas; en 198 d.C. Hatra, en Irak, alejó al ejército de Septimio Severo lanzando jarrones con escorpiones. En la Edad Media los mongoles, en su conexión político–comercial con Occidente, llevaron peste bubónica a Medio Oriente y Europa; se arrasó con 50 por ciento de la población, cambiando el curso de la historia; incluso los cadáveres de muertos se arrojaban a los ejércitos enemigos; en 1340, en la Guerra de Cien Años se catapultaban animales en descomposición; los invasores europeos de América enviaban ropas de infectados con viruela a los nativos; éstos, que no tenían resistencia, sufrieron viruela, peste, sarampión, tuberculosis e influenza. Los alemanes en la Primera Guerra Mundial usaron polvo con esporas de Clostridium en bolsas y correos diplomáticos. En 1925 en Ginebra se prohibió el uso de armas químicas y biológicas, una calamidad peligrosa con multitud de posibilidades que las grandes potencias guardan como recurso de control de poblaciones. ¡La guerra bacteriológica hoy más que nunca es un verdadero descalabro social!