Viernes, abril 26, 2024

Raúl y “Comanche”, a 50 años de su gesta

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El Raúl de esta historia es Raúl García Rivera (Monterrey, 1936), que decidió hacerse torero atraído por la espledidez de su tío Gregorio –el esteta potosino, que no fue figura porque no quiso– cada vez que visitaba la casa del hermano, emigrado a Monterrey para ganarse la vida y la de su familia trabajando de obrero metalúrgico. Fue su paisano Héctor Saucedo quien inició al joven Raúl en los secretos del toreo, y tras varios años de recorrer la legua, ocurrió su triunfal aparición novilleril, emparejado con Gabriel España en el verano de 1958 en el Toreo de Cuatro Caminos. Luis Procuna los doctoró a ambos en Morelia (05.02.59), pero sus respectivas carreras no despegaban. Más tenaz que su eventual pareja, el regiomontano se fue abriendo paso por cosos provincianos, distinguiéndose como un torero valiente y capaz en los tres tercios de la lidia. Pero las puertas de la plaza grande no se le abrían, luego de que El Callao los confirmara a ambos –Raúl y Gabriel– en una tarde sin apenas historia (16.04.61).

Como no era el de Monterrey hombre que se achicara fácilmente, en 1964 decidió probar fortuna en España de la mano de Manolo Chopera, cuya atención había captado como alternante de El Cordobés durante las prolongadas giras que hizo aquel año por nuestra república. Y entre los meses de julio y octubre, desarrolló en la península una breve pero deslumbrante campaña. Si sorprendió al triunfar en San Sebastián de los Reyes al lado de Manuel Benítez, su tarde cumbre la viviría en Zaragoza, paseado en hombros tras cortarle tres orejas a un corridón de Concha y Sierra (12.10.64). Ese aldabonazo repercutió en la confección de los carteles de la inminente feria de otoño en El Toreo, donde superaría a Benítez y a Alfredo Leal al desorejar a “Cupido”, de Reyes Huerta (21.11.64). El acceso a la temporada de la México se lo ganó esa tarde, y al fin partió plaza en Insurgentes, al lado de César Girón y Victoriano Valencia, para despachar un encierro de pinta castaña procedente de Santo Domingo. Era el domingo 31 de enero de 1965.

Santo Domingo. Vacas del antiguo hierro regional de Espíritu Santo y sementales de Miura figuran en el pie de simiente de la ganadería potosina adquirida a fines de la década del 40 por los señores Labastida, que pronto relegaron dicho encaste en favor de un hato de San Mateo. Pero el pelo rojizo prendió, y quedó replicado en una docena de machos de las camadas de 1960 y 61. Teniendo como telón de fondo la célebre corrida de berrendos que consagró en México a Paco Camino (Toreo, 31.03.63), el Dr. Manuel Labastida decidió apartar varios toros colorados para lidiarlos en la México en cuanto alcanzaran la edad reglamentaria. Tal decisión, iba a ser determinante para el encuentro de Raúl García con “Comanche”, 6º de una tarde anodina hasta ahí, que ambos transformarían en histórica.

Lidia total. Tocado por las musas desde el primer momento, Raúl empezó a cuajar al alegre y noble “Comanche” desde los lances iniciales, abrochados con la revolera más rítmica y armoniosa que recuerdo. Acudió el de Santo Domingo al caballo y al deshacerse la reunión, García se irguió en los medios y se echó el capote a la espalda a la manera de Lorenzo Garza para bordar la auténtica gaonera, cargando la suerte y jugando los brazos con cadencia musical. Y aún agregó otro quite, por chicuelinas estatuarias, antes de invitar a César Girón a cubrir, con gran lucimiento, el tercio de banderillas. La plaza rugía.

Ya no dejaría de hacerlo, cautivada por un toreo que nada tuvo de tremendista –la etiqueta que le habían colgado a Raúl. Su faena provocó un intenso cataclismo emocional, pues a la quietud y clase derrochadas aunó una irreprochable arquitectura, fundamentada en el toreo clásico con oportunos guiños ultramodernos. La inició el de Monterrey con tres muletazos de hinojos, llevando muy toreada la embestida. Y, situados en los medios toro y torero, todo fue a más. Las tandas por ambos pitones, a base de muletazos de prolongado temple, cintura rota e impecable pulseo, se iban eslabonando con perfecta armonía. Brillaron, sobre todo, los naturales, tan ligados como si se tratara de uno solo. Y en los remates, lo mismo se pudo admirar la arrogancia del de pecho izquierdista que, dentro de la moda de la época, el cambiar el viaje del toro para pasárselo por la espalda, ya en la capetillina, ya desahogando por alto la embestida según lo había implantado El Cordobés pero tersamente, sin la brusquedad de éste. “Comanche” repetía y repetía sin tirar una cornada, como hipnotizado por la inspirada muleta del norteño. Y del clamor emanado de la monumental obra derivó, en pleno éxtasis, la petición de indulto, finalmente atendida por el juez Pérez Verdía. Era el tercer perdón que se concedía en la México, tras los de “Muñeco” de Carlos Cuevas (Procuna, 16.04.51) y “Cantarito” de Valparaíso (José Huerta, 10.05.59). Y habíamos visto una de las mejores faenas en la historia del coso, premiada entonces con las orejas y el rabo y un clamor interminable.

Para Raúl García, aquel triunfo representaba la consagración, pero al mismo tiempo resultó una carga durísima para su futuro. Aunque indultaría otro toro en la México –“Guadalupano” de Las Huertas, 19.03.67–, y por más que su nombre y su torerismo continuaron vigentes durante el resto de los años 60, alturas semejantes no volvió a alcanzarlas, al menos en la capital, donde el recuerdo de “Comanche” y de aquel 31 de enero de 1965 pesaron demasiado en el ánimo de un público dotado en esa época de tanta sensibilidad como memoria.

“Comanche”. Una vez curadas sus heridas, el hermoso colorado de los señores Labastida volvió a los potreros de Santo Domingo y, como es natural, se le destinó a semental. Alcanzó a procrear algunas crías de excelente nota, pero una fría mañana de 1966 amaneció muerto en el campo. Corta vida para tan larga memoria.

Gracia toreadora. Con apenas esbozos de su arte, Morante de la Puebla dibujó, con el berrendo ”Luna Nueva”, de Fernando de la Mora, los cuatro mejores naturales de la temporada capitalina –y tal vez los más reunidos, lentos y aromáticos que le hayamos visto–, así como varios derechazos imperiales; también un par de trincherazos muy suyos en la borrosa faena a su incierto primero, y alguna media piramidal. Por lo demás, su falta de suerte en los sorteos se hizo de nuevo patente, en contraste con la reiterada buena fortuna de Diego Silveti, que aprovechó solo a medias la repetitiva dulzura de “Andasolo”, el anovillado y acapachado 3º. Por su parte, El Zotoluco alzó la oreja de “Artista”, un abreplaza sosote y regordío, al que muleteó empeñoso y mató de soberbio, deletreado volapié. Diego, que le había dejado las orejas en su sitio al pastueño “Andasolo”, se jugó su resto ante la media embestida de “Piropo” y consiguió arrancarle un apéndice.

Morante solamente pudo someter a ratos las desordenadas acometidas del berrendo, pero sus destellos de arte purísimo le abrirían paso a una vuelta al anillo, apasionadamente discutida.

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