Lunes, abril 29, 2024

Historia de un cartel

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¿Por qué éste del 20 de diciembre de 1936 era el mano a mano esperado? El Toreo es, históricamente, la plaza que más carteles de mano a mano dio, consideradas todas las de México, España y cualquier otro país. Y 1936 fue un año convulso, lleno de sucesos extraordinarios. Año del boicot del miedo –Juan Belmonte dixit– y del estallamiento de la insurrección franquista que bañó de sangre y odios a España. Adolf Hitler había anexado Austria al III Reich e iba por Checoeslovaquia, las brigadas internacionales, formadas por voluntarios procedentes de diversos países, acudían en defensa de la república española, en México, Lázaro Cárdenas daba por fin una orientación nacionalista y social a la Revolución. Y el ramalazo universal alcanzó también al medio taurino mexicano: recién repatriados nuestros toreros ocurrió el asesinato del empresario de la capital, el gaditano Eduardo Margeli, baleado en su propio despacho de El Toreo por un oscuro novillero sin contratos. A la consternación y el desconcierto los siguió la incertidumbre. Acéfala la administración del coso máximo, cancelada la posibilidad de contratar españoles debido a su indigno proceder contra los nuestros, ¿habría o no temporada grande?

El primer paso hacia lo que iba a ser la independencia taurina nacional lo dio Puebla, inaugurando una plaza que todavía hoy  –a 44 años de su desaparición– es la mayor y más funcional que la ciudad ha tenido (29.11.36). Y en eso llegaron nuevas desde la capital: un empresario veterano, el Benjamín Padilla, encabezaba una nueva administración y estaba armando su temporada a base de solamente toreros mexicanos. Pero qué toreros: Fermín Espinosa “Armillita”, Alberto Balderas, Jesús Solórzano, Lorenzo Garza y Luis Castro “El Soldado”. Contaba, además, con la garantía de una cabaña brava donde florecían como nunca la casta, la seriedad y la clase a partir de encastes nítidamente definidos.

La campaña, destinada a marcar un hito en la historia y el rumbo de la Fiesta en nuestro país, se abrió con lleno y decepción, pues un insípido sexteto de La Laguna echó a perder el mano a mano de Balderas y Solórzano, primero de los muchos que habría en aquel invierno inolvidable. Al domingo siguiente –13 de diciembre– Garza provocó una bronca épica y le robó protagonismo al rabo que Balderas le cortara a “Caparrota” de Piedras Negras; el pique entre ambos venía de años atrás, cuando la cornada de “Madroño” a Alberto dejó solo a Lorenzo con seis dijes de San Mateo y su consagración definitiva como figura e ídolo popular (03.02. 35). Otro duelo apasionante era el de Lorenzo con “El Soldado” a raíz de sus célebres choques novilleriles del verano del 34 en la plaza vieja de Madrid ¿Cómo es que, en medio de tal maremágnum de confrontaciones, se consideraba sin dudar “el mano a mano esperado” al de Fermín y Lorenzo?

En España y México. La Fiesta era entonces un continuum sin fronteras, y nuestros toreros tenían que demostrar su valía tanto en México como en España para poder ascender a la condición de figuras. Siguiendo la huella de Rodolfo Gaona y sobreponiéndose, como el Indio Grande, a la hostilidad de los taurinos peninsulares, Fermín Espinosa se había colocado en 1935 a la cabeza del escalafón europeo. Contra él, precisamente, urdieron Marcial Lalanda y los suyos el boicot del miedo: miedo a su prodigiosa maestría, a su clase innata, a su esplendorosa tauromaquia de tres tercios, a su infalible serenidad. Y Lorenzo Garza, aupado en la leyenda de las novilladas aquellas de Madrid, alternativado en Aranjuez por Juan Belmonte y triunfador absoluto, ya matador, en la nueva plaza de Las Ventas –con el rabo de “Guitarrero” de Sotomayor como insignia (29.09.35)– era otro dolor de muelas para los resentidos diestros hispanos.

En México, su marco natural, sobraban motivos para engrandecer la rivalidad entre ambos. Ya al mes justo de la histórica tarde de Garza con los seis sanamteínos, el de Monterrey había obligado al de Saltillo a forzar la máquina en su primer choque directo, y la conquista de dos Orejas de Oro consecutivas puso a Lorenzo a la par de Fermín en la pugna por la cima. Así las cosas, el de Monterrey provocaría, en otro mano a mano, su primer mitin en toda forma. Fue el 26 de enero del mismo año 36: abroncado por su floja actuación en el toro anterior, continuaron repudiándolo en el siguiente; entonces, enceguecido de rabia, se dejó coger y pasó a la enfermería, dejándole a Armilla el paquete completo; no contaba con que Fermín iba a triunfar apoteósicamente con “Zagalejo”, el sexto de La Laguna, para firmar su primer revés rotundo al orgulloso regiomontano y su apasionada legión de partidarios. A los pocos meses llegó el boicot, los sucesos subsecuentes y la temporada con sólo espadas nacionales. Se entiende que los dos primeros manos a mano hicieran apenas de aperitivo, en espera de la anhelada confrontación Armilla–Garza. La víspera del festejo, en entrevista radiofónica, don Antonio Llaguno declaró que sus toros, todos de nota sobresaliente, servirían para confirmar a Lorenzo como “la mejor mano izquierda del mundo”.

Los toros de San Mateo. El señor Llaguno había sido el único ganadero al que Rodolfo Gaona hizo salir de su palco para saludar las aclamaciones del público de El Toreo (23.03.24). Se ufanaba de tener en la palma de la mano lo más selecto de la línea del Marqués de Saltillo. Y sus astados le daban la razón a través de un historial cuasi infalible, con muchísimos nombres de toros de bandera en la memoria de los aficionados. Tanto afán había puesto en la búsqueda de ejemplares de alta nota como de artistas capaces de hacerlos lucir. Tras Gaona vino Chicuelo, Carmelo Pérez duró muy poco y pronto llamó su atención Alberto Balderas, pero en definitiva quedó Garza como el elegido. Sus numerosos triunfos de consuno lo atestiguaban. ¿Armillita? Don Antonio siempre lo miró con cierto desdén, lejos la maestría del ideal estético del gran ganadero zacatecano. Y a lo largo de la semana, el garcismo se prometió revancha tras el mitin del domingo anterior.

Armilla, inconmesurable. El lleno era total cuando partieron plaza, de verde botella Fermín y de marfil y oro el Ave de las Tempestades.  La afición, sabedora de que Armillita había sido el blanco principal del boicot, lo obligó a recorrer el anillo antes de que saliera el primero de la tarde. Y consciente de su responsabilidad, y sin duda favorecido por el lote mejor de la finísima corrida de San Mateo, Fermín se presentó como un auténtico huracán de arte, valor y poderío. Y si al abreplaza “Cantarito” le cortó las orejas, del tercero, “Garboso” –toro de vuelta al ruedo– pasearía el rabo. Y cuando parecía haber colmado los anhelos de sus partidarios apareció en quinto lugar “Pardito”, de pelaje lustroso y hermosísima estampa, para que toro y torero mejoraran con creces todo lo visto hasta entonces. Armilla lo veroniqueó clásicamente, quitó por gaoneras de garbosa majestad, le clavó tres pares irreprochables entre el delirio colectivo y, muleta en mano, se dio a correr la mano en largas series de pases naturales, rematadas con suprema gallardía y adornadas con la pedrería de los molinetes, los kikirikís, algún sobrio desplante y, por fin, un estoconazo en la yema: la gente llevaba ya muchos minutos de pie y la arena era una siembra de sombreros y otras prendas mientras el inmenso coso parecía levitar, el éxtasis convertido en locura. Fue entonces que uno de los hermanos Armilla  –¿Juan? ¿Zenaido?– sacó de alguna parte un serrucho y cercenó, además de las orejas y el rabo, una de las patas de “Pardito”, toro obviamente de bandera, o así lo pareció en manos de aquel monstruo del toreo. El juez Rosendo Béjar siempre negó haber concedido tal trofeo, pero consta que Fermín Espinosa Saucedo lo paseó bajo aclamaciones interminables en varias vueltas al ruedo, antes de invitar al ganadero a compartir su triunfo, a lo cual accedió don Antonio con cara de circunstancias y llevando de la mano a su joven heredero Antonio Llaguno García.

¿Y Garza? Borroso en sus dos primeros toros, poco propicios, respondería pegándose un arrimón con el último, que tampoco fue de los mejores. Se llamaba “Clavellino”,  y a fuerza de exponer consiguió cortarle la oreja. Su revancha llegaría al mes siguiente, mediante épico trasteo a “Sarnoso” de Xajay, para ser él quien saliera en hombros (24.01.37); y aún hubo ese invierno un tercer mano a mano entre ambos, con torazos de La Punta y nueva victoria armillista, que izó los rabos de “Cerillero” y “Carolino” (21.03.37). En total serían doce las confrontaciones de los dos colosos del norte en el coso de la Condesa (más otras 22 en el resto de la República), para terminar de entronizar el de Armillita y Garza como el mano a mano de la época. Ya para siempre la época de oro del toreo en México.

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