Viernes, abril 26, 2024

Historia de un cartel

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El 5 de marzo de 1997 Joselito Huerta (Tetela de Ocampo, Puebla 24.01.34) toreó por última vez ante el público de Madrid. Vestido como el atuendo de los charros del país -como charro completo que era-, bordó con capa y muleta a un novillo de Juan Pedro Domecq y dio una aclamada vuelta al ruedo tras cuajarle una faena de su sobrio y templado sello, que no fue de orejas porque lo pinchó antes de cobrar la estocada. Fue la vez aquella en que invitó a cubrir el segundo tercio a Luis Francisco Esplá, que estaba en el tendido, en el marco del festival a beneficio de Vicente Ruiz “El Soro”. Ese mismo año, durante el homenaje que le rindió el ayuntamiento de la capital de su estado natal, le escuché al propio José deplorar la floja actuación de un matador mexicano durante la feria de San Isidro recién concluida porque, explicó con su sencillo laconismo de indio serrano, “a Madrid hay que salir a morirse si es necesario. O mejor quedarse en México”.

Precisamente así, con esa actitud que era parte esencial de su naturaleza, participó Huerta en la isidrada de 1964, a la que llegó con aura de figura del toreo mexicano luego que los dos paisanos que lo habían precedido llevando esa vitola en las ferias anteriores –Alfredo Leal en el 62 y Manuel Capetillo en el 63- pasaran sin pena ni gloria por la mostra mayor del toreo. Doctorado por Antonio Bienvenida en Sevilla (29.09.55) luego de brillante campaña novilleril –en Madrid había debutado con éxito el 24 de julio anterior-, llevaba José siete años sin pisar ruedos españoles, y en su reaparición, en Jerez de la Frontera, le cortó el rabo de un toro de Fermín Bohórquez (01.05.64). Dos días después, en Las Ventas, había dado una lección de valor seco y maestría incontestable con un morlaco de Dolores Juana Cervantes castigado con banderillas negras al que estuvo a un paso de desorejar; sin embargo, el pago fue ponerlo con un encierro imposible de Palha en una extraña corrida nocturna incrustada entre fechas en San Isidro, fuera de abono, que hizo sudar tinta a los cuatro alternantes, los Curros Girón y Romero y Emilio Oliva (18.05.64). En la cartelera isidril tenía José una única corrida, la octava, que luego resultó ser la novena, al lado de Paco Camino y El Cordobés con toros de Atanasio Fernández. Herido Benítez al confirmar su alternativa (20.05.64), entró en su reemplazo al cartel Miguel Báez “Litri”, un viejo conocido de José. El onubense acababa de volver del retiro en plan estelar.

El festejo. Tarde algo nublada la del viernes 22 de mayo de 1964 en que partieron plaza las cuadrillas con el cartelito de “No hay billetes” colocado en las taquillas del coso venteño. Y corrida muy seria la de don Atanasio –“¡Ya era hora de que saliera el toro!” pudo leerse en El Ruedo- con un “Jaquetón” de 522 kilos, cuarto de la tarde, que le tocó al Litri y fue el toro de la feria. Miguel Báez demostró encontrarse en plena madurez y, a favor del mejor lote, dio vuelta al ruedo a la muerte del primero y a “Jaquetón” le cortó la oreja. Para contento de la gente había resucitado el litrazo, ese cite desde largo con la muleta escondida detrás del cuerpo; pero además dio una lección de temple en dos faenas de serena arquitectura.

No fue, en cambio, la tarde de Paco Camino, muy soso su primero y áspero el cierraplaza; en ambos, el camero optó por abreviar y fue despedido con pitos.

Huerta, fiel a su ley. Lo de salir a morirse no era pose en el torero de Tetela, ni siquiera una frase recurrente, pues no gustaba de explayarse verbalmente sino delante del toro. Su primero, “Pitillero” (506 kilos) fue un animal de noble bravura al que José toreó soberbiamente de capa a la verónica y en el quite por gaoneras. Brindó al público e inició faena con muletazos sentado en el estribo, pero enseguida se salió con el de don Ata a terreno abierto y allí lo cuajó a placer con la mano izquierda, en faena magistralmente ajustada a las condiciones y la duración de “Pitillero”. Mas la estocada, entrando recto, requirió el auxilio del verduguillo y allí acertó hasta el tercer intento. Aun así, la calidad de la faena hizo que los madrileños solicitaran masivamente la oreja, sólo que el presidente no compartió el parecer de las mayorías, que le dedicaron una pita unánime cuando el mexicano terminó la segunda vuelta al ruedo a que le obligaron las aclamaciones. Entró José al burladero con un claro gesto de contrariedad, no con el señor del palco sino consigo mismo, porque habiendo tenido el triunfo al alcance de la mano sintió cómo se le escabullía. Y ahora sólo restaba un bala más en la recámara. A ella se atendría.

La oreja y la cabeza de “Cañamala”. Si el encierro salmantino estaba saliendo de dulce, los dos últimos toros se empeñaron en llevarle la contraria. El quinto, “Cañamala” (535 kilos, negro meano), abanto, tomó tres varas con talante desigual, “Llegó a la muleta probón y venciéndose por el izquierdo, saca sentido y blandea de las manos… fue despedido con pitos”, explicaría en su reseña el semanario El Ruedo (26 de mayo de 1964).

Con ese bicho, que reclamaba una lidia de mero trámite so pena de tentar a la cornada, Joselito Huerta planteó una faena de pelea que iba a quedar en la memoria de los madrileños. Muchas similares dejó esparcidas José por los ruedos del mundo a lo largo de su ejemplar trayectoria, pero pocas con tanta sensación de riesgo y tan claro sentido de la responsabilidad como ésta del atanasio en la isidrada del 64. Llegó incluso, hacia el final del escalofriante muleteo, a ligar unos naturales de mando y calidad irreprochables, dominado ya el morlaco y vencidas sus resistencias. Pero en el volapié, “Cañamala” recordó lo que era y no dejó pasar a José, que salió violentamente despedido a cambio de la estocada. Como en su primero, tuvo que recurrir al descabello, acertando al segundo golpe. Aun así, nada ni nadie se habría atrevido a contrariar la petición de oreja que el mexicano paseó por fin entre las ovaciones de la cátedra madrileña, que en plena eclosión del turismo de masas supo rescatar su dignidad de primera plaza del mundo, a menudo escamoteada en esa época por la fiebre orejil de tantas tardes triunfalistas.

Pero esta del 22 de mayo de 1964 nada tuvo de triunfalista. Ahí están, en el video, las faenas de Litri y Joselito Huerta para demostrarlo. Especialmente la tensa pugna del León de Tetela con “Cañamala” de Atanasio Fernández, un toro cinqueño que salió al ruedo de Las Ventas a vender muy cara su cabeza. La misma que José se llevaría para México.

Como lo vio Cañabate. Mezclando con la reseña su sabroso costumbrismo madrileño, el veterano cronista del ABC Antonio Díaz-Cañabate relató así la actuación del indio de Tetela:  “¡Señores, el sofocón que se llevó don Epifanio en el segundo! Huerta toreó con los dos pases muy bien. No se le podía oponer un pero. Buena faena, cómo no. Si se quiere impecable. Si se quiere perfecta. Entra a matar con el brazo suelto y agarra una estocada. Va a descabellar. Epifanio y todos los demás portadores de gafas color de oreja gritan ¡No! ¡No! Temen que no puedan airear los pañuelos. El toro no se echa, y Huerta lo descabella al tercer intento. No importa. Los de las gafas de color de oreja la piden con insistencia. El presidente no la concede. Huerta da dos vueltas al ruedo y, en cuanto las termina, todos los desobedecidos chillan al presidente…

El quinto acentuó mucho el balancín de la bravura, mezclada con la mansedumbre, en la faena de muleta de Huerta. Toro complicado. Y el mejicano (sic), valiente, no se confió demasiado con toda razón, y los dos pases no superaron la mediocridad. Entra a matar entregándose, sale trompicado y rueda por el suelo. ¡Vengan los pañuelos! ¡No, no descabelles! ¡Muérete ya de una vez! Le increpa Epifanio. El toro no le hace caso, y Huerta descabella al segundo intento. El pañuelo del señor Epifanio parece el aspa de un molino impulsada por un vendaval. ¡Ya, ya, la oreja! Y, por fin, al señor Epifanio se le quita ese peso de encima.” (ABC, 23 de mayo de 1964)

Tiene su guasa la reseña del viejo cronista, que se refirió en estos términos al encierro de Fernández Cobaleda: “La corrida de don Atanasio Fernández ha sido la más interesante de las diez que llevamos vistas. Interesante porque los toros han sido desconcertantes. Todos han hecho cosas de bravos y cosas de mansos. Unos se han ido para arriba y otros para abajo. Toros de balancín: de salida daban la impresión de mansedumbre, luego, con buena raza, iban al caballo… A la muleta llegaron casi todos sin dificultades. Pero con su poquito de balancín.” (ídem) No dice demasiado, no es específico ni claro. Pero así solía funcionar este escritor, especialista en restar importancia al objeto central de sus reseñas a cambio de privilegiar el tópico que ocasionalmente le interesara.

Repasando las líneas dedicadas a José Huerta pudiera pensarse que no es muy pródigo en elogios, pero si se considera lo escueto y sarcástico que solía ser en sus juicios, y si, en este caso particular, comparamos su relato de lo hecho por el poblano con su opinión en torno a las dos figuras españolas del cartel, puede concluirse que lo impresionó la capacidad y clase del espada mejicano, cuyo toreo, aunque asentado en “los dos pases” que don Antonio aborrecía (natural y derechazo) llega a parecerle “impecable… perfecto”.

¿Qué dijo Cañabate de Litri, el otro triunfador de aquella tarde isidril? “El toro acude dócil y complaciente, como si pensara “Vamos a ver qué quiere de mí este torero” Y el torero, en realidad, no quiere nada. Estarse quieto al llegar el toro y marcar un natural muy cortito, seguidos por otros con algo más de mando. ¡Y pies para qué os quiero!”. En cuanto a Paco Camino fue tan escueto como terminante: “Camino, no intenta ni torear. Ni con la capa ni con la muleta. Desgana, indiferencia, apatía… con el camelo de la sabiduría” (ídem)

Huerta y su campaña española del 64. Participó, contra viento y marea, en 29 corridas, aunque aparte de Madrid sólo lo vieron en sus ferias tres plazas de primera, con triunfos importantes en Valencia y Bilbao –la otra fue San Sebastián en la Semana Grande- y una cornada grave al cubrir una sustitución en el bocho bilbaíno (22.08.64). Regresaría a la península al año siguiente para sumar, apenas, 19 festejos. Volvió a cortar oreja en San Isidro, un rabo en Málaga y cinco apéndices en Valencia; desorejó un astado en Pamplona y en San Sebastián abroncaron al presidente por negarle los apéndices. Pero a Bilbao no volvió. Ni tampoco a España, en vista de la particular hospitalidad que, a cambio de sus reiterados éxitos, le dispensaran la mayoría de las empresas.    

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