Viernes, abril 26, 2024

La gavilla se hace una selfie

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Lo de abolir el descenso sí que rebasó todas las marcas de la desvergüenza, sobradamente acreditadas con anterioridad por los gavilleros que detentan la propiedad del futbol mexicano. Tan unánime ha sido la repulsa contra tan infame pretensión –salvo entre la publicrónica de la casa, claro– que a lo mejor hasta deciden dar marcha atrás. Pero si la intención es lo que cuenta, las suyas quedaron como nunca al desnudo. Los tipos consiguieron el autorretrato perfecto de su mediocridad espiritual y mental, así como de su nulo respeto hacia todo, empezando por las divisiones de ascenso y rematando por el futbol y sus seguidores, que en este país son legión. Fue una selfie que exhibe lo poco que les importan el presente y el futuro de nuestro balompié, la sana competencia, el sentido común y la opinión del aficionado. Y quedó a descubierto que su leit motiv exclusivo es el dinero fácil y el temor a perderlo por su propia incompetencia, que no de otra manera puede explicarse la huida hacia adelante que ya anunciaban su fervor por la multipropiedad, la dichosa tabla de cocientes con su inocultable desventaja para el recién ascendido, su desbocada preferencia por el tráfico y el predominio de extranjeros –con franco olor a lavandería–, los partidos moleros con que acostumbran verle la cara a la chicanada fiel, los minitorneos que devalúan los títulos a cambio de multiplicar la ordeña taquillera y los ingresos de las televisoras. Y sus dolosos intercambios con gobiernos estatales y municipales en busca del dinero de los contribuyentes. Sin todas esas lacras, el negocio del futbol en México es un castillo de naipes, un gigante con pies de barro.

Si bien todo eso apuntaba ya hacia la madre de todas las irregularidades –la que sin ningún pudor acaban de parir–, nadie se atrevía a conjeturar siquiera que ya la tuvieran en mente estos Decios y necios de atar. Y resultó que sí, que en su junta del lunes anterior, un sedicente Comité de Desarrollo Deportivo lanzó formalmente la propuesta de abolición del ascenso–descenso. Para satisfacción de los incapaces de defender en el campo y en el terreno administrativo sus franquicias de kermés –que no clubes de futbol–, y, por supuesto, de los dueños de la tele y el balón, cuyos beneficios tienden a decrecer y cuyos talentos no alcanzaron para una solución más profesional y menos estrafalaria.

Las geniales ocurrencias de la gavilla pactante, sus congratulaciones ante la gran idea que en vísperas del carnaval han lanzado, podría convertirse en la ruina del futbol mexicano, y su suplantación definitiva por la triste mascarada que poco a poco venían perfilando.

Aullido oportuno. Cuando, tras un primer tiempo atroz, Lobos BUAP parecía condenado a una nueva derrota, los pupilos de Rafa Puente se sacudieron la malaria y le voltearon la tortilla al Atlas. Fue un 3–1 que pocos esperaban, luego que los rojinegros cobraran ventaja a los 35’ en desafortunado desvío por Quiñonez de un tiro libre desde la banda izquierda que puso a Caraglio con todo el arco a su disposición y significó un 0–1 con olor a chamusquina. Vista la nulidad del juego lobuno, llegamos a pensar que una nueva derrota era inevitable. Sin contar con lo que vendría luego del descanso.

Lo que vino fue la recuperación de la ferocidad y el ansia de victoria que Lobos parecía haber dejado arrumbada en el rincón del olvido. Mucho influyó la entrada de Amione, que no sólo empató personalmente el tanteador (70’), sino inyectó vigor al equipo entero con su infatigable bregar, que incomodó extraordinariamente a los zagueros atlistas y forzó a Quiñonez a recoger el guante y recordarnos al goleador que fue durante el ejercicio anterior con un par de golazos, el primero un remate lejano diabólicamente angulado (75’), y el último un tiro libre lanzado con tiralíneas con el tiempo ya vencido (92’).

No fue un partido vistoso ni bien jugado. Fue una lucha al borde del precipicio, oxígeno puro que permitirá respirar durante una semana más al once universitario.

Mal visitante. El Puebla, en cambio, trajo malas cuentas de León. Ya no son los panzas verdes el equipo tocador y compacto de otras temporadas, pero tampoco se parece al Puebla del Cuauhtémoc esta versión visitante de los hombres de Enrique Meza, floja y descolocada atrás y sin estoque al frente. La verdad es que el León la tuvo muy cómoda en la primera parte –los defensores se concretaron a ver cómo cabeceaban con entera comodidad Mauro Boselli (3’) y el “Rifle” Andrade (20’) para fusilar impunemente a Muñoz–, y debió marcharse al descanso con un marcador más holgado, porque la defensa poblana se movió en cámara lenta.

Las cosas cambiaron a partir del tempranero tanto del descuento, marcado por Tabó a la vuelta del vestidor (51’). A partir del 2–1, el León optó por esperar y el Puebla montó un tejido insistente y prolijo pero no fue capaz de amenazar seriamente la portería de Yarbrough. Ni siquiera Paco Acuña anduvo esta vez atinado. Brayan Angulo, en cambio, confirmó que es un estupendo jugador. Lo que significa que no permanecerá mucho tiempo en la barata plantilla camotera.

A propósito de descensos. Hace poco rememorábamos aquí lo que seguramente ha sido el mejor partido en la historia del Cruz Azul, aquella final del 9 de julio de 1972 en que apabulló 4–1 al América. Fue esa la única vez que la liguilla ha culminado con partido único, concertado por ambas directivas, ya que ambos jugaban en el Azteca, que ese mediodía agotó el boletaje y presencio una exhibición memorable de los Bustos, Victorino, Quintano y Muciño, aunque todos los azules rayaron a gran altura, mareando a las orgullosas huestes de Televisa que encabezaban Carlos Reinoso y Enrique Borja. Rigurosamente memorable.

En cambio, casi nadie recuerda un duelo que debe ser el más emocionante y dramático en la historia de nuestra Primera División. Quizá porque en él dos equipos hace mucho desaparecidos trataban desesperadamente de impedir el descenso: el Oro de Guadalajara y los regiomontanos Jabatos del Nuevo León, bastante anteriores a los actuales Tigres y que, al contrario de éstos, constituían un cuadrito modesto que salía a morirse en la raya.

Tal cual sucedió en aquellos días de marzo de 1969. El Oro opuso a la chamacada norteña un equipo veterano y colmilludo, aunque el gol que garantizó a los tapatíos su permanencia en Primera lo marcara un casi debutante, Bernardino Brambila, la mayor parte de cuya carrera la cubriría envuelto en la casaca del Puebla. El lance decisivo –y aquí está el quid del asunto– se produjo hasta el tercer enfrentamiento de ambos en menos de una semana. Con 21 puntos (conteo antiguo), Nuevo León y Oro terminaron empatados en el sótano la liga de 1968–69 –torneo largo, sin liguillas ni lindezas por el estilo–, y por reglamento tenían que jugar un partido más, a todo o nada. ¿Cómo es que terminaron por enfrentarse tres veces? Porque el primer encuentro –y también el segundo– terminaron igualados. Lo llamativo es que en las tres ocasiones el Azteca bordeó el lleno, y que de ellas no salió defraudado ni el espectador más exigente. Linda paradoja aquella: el triple duelo entre coleros le deparó a la afición los encuentros más emotivos del año.

El 6 de marzo –un jueves– la batalla concluyó 1–1; abrió el marcador Dámaso Pérez por los neoleoneses, cuyo uniforme era totalmente verde, pero igualó el carioca Berico para el Oro y no hubo más, aunque se luchó hasta el último segundo con la misma energía. Los siguientes 90 minutos se jugaron el domingo 9 y el Oro volvió a igualar in extremis, luego de ir abajo 0–2 en el primer tiempo con autogol del legendario Tubo Gómez y gran gol de Álvarez Crespo; Vevé y Durán remontaron y el resultado ya no se alteró. Pero fue otro juegazo, y la afición se apresuró a sacar boletos para el tercer episodio, anunciado para el jueves 13.

Esa noche, ambas oncenas volvieron a poner el alma en la cancha. Los entrenadores –Mauro Ramos del Oro y Paulino Sánchez de Jabatos–, conociendo ya de sobra al rival, habían apretado tuercas y afinado al máximo sus estrategias, por lo que el encuentro resultó aún más cerrado y tenso que los anteriores. Hasta que El Flaco Berna Brambila, a falta de diez minutos, se elevó más que ninguno en mitad del área regiomontana y colocó su frentazo bombeado en un ángulo inaccesible al esfuerzo de Mendoza. Y por más que los Jabatos se batieron en busca de un nuevo empate, éste ya no llegó.

No creo que el futbol mexicano haya vivido suspenso mayor. Si la final Cruz Azul–América de 1971–72 llenó el Azteca a su máxima capacidad, la titánica lucha entre Oro y Nuevo León por no descender debe haber llevado cerca de 200 mil espectadores al mismo colosal escenario, sumados los tres actos de aquel intenso drama de marzo del 69.

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