Viernes, abril 26, 2024

Retos presentes y futuros de la libertad de expresión en Iberoamérica

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Para: Ernesto Ramírez López.

Con mi cariño fraterno.

 

De acuerdo con Michel Foucault, Umberto Eco y Javier Sicilia, entre otros arqueólogos del saber, las palabras son sagradas, no solo por nombrar las cosas, sino porque hacen que las cosas sean. La expresión goza de fuerza vital en cuanto permite que su contenido se realice, que lo nombrado exista y que adquiera significado más allá de la epistemología. De lo contrario y como escribiera Javier Sicilia, sólo sería “una realidad incognoscible, sumida en la oscura pasividad de su ser”.

La libertad de expresión como valor y objetivo, como presente y como futuro, no puede fragmentarse en discursos incoherentes, groseros e incorrectos, orientados por intereses aviesos o perversos, que conviertan su ejercicio “en una especia de Babel a través de la cual… puede decirse cualquier cosa sin responsabilidad alguna”, degradando el espacio público al insulto, la difamación, la amenaza y la banalidad.

Las palabras se desprenden de la persona que las piensa y las expresa para asumir una existencia independiente, que puede humillar, socavar, destruir. Peor aún si las palabras se escriben o pronuncian sin pensar, como en la mayoría de los casos sucede.

Los medios de comunicación tienen una responsabilidad mayor, al influir de manera determinante en la integración y orientación de la sociedad. Quienes son responsables de los mismos, no pueden ni deben conformarse con el conocimiento vulgar u ordinario de los acontecimientos, no sometido a una rigurosa reflexión crítica, pues por lo general terminarán difundiendo afirmaciones insostenibles, ideas sin significado o simples mentiras. La verdad y la información exigen rigor.

La manifestación de las ideas y sus efectos profundos en la realidad, deben dejar de oscilar entre los excesos y las quimeras, el error y la hipocresía, la ignorancia y el eufemismo, el juicio sumario y la impunidad. De lo contrario, como sociedad dejaremos de percibir y enunciar las cosas de la manera correcta, para que en el intersticio de las palabras o bajo la sombra de los insultos, el saber se construya sólo a partir de expresiones incoherentes, equivocadas o injuriosas, con los consiguientes agravios.

El abuso o uso irresponsable de la libertad de expresión, genera animadversión y corrompe sus fines originales de información, orientación e integración. En medio de la incomunicación y el debate que ello provoca, las sociedades se fracturan entre los que aceptan lo expresado y quienes se niegan a creerlo. Entre quienes son víctimas de las mentiras repetidas mil veces y quienes no encuentran eco a la difusión de sus verdades o críticas. Y en el páramo del cinismo mercante y la inopia expresiva, sólo pueden florecer la indiferencia, el desprecio, el odio y la violencia.

No debe sorprendernos entonces que en la era de las libertades y las comunicaciones, la intolerancia y las ideas radicales se agudicen, con sus nefastas consecuencias para todos, pero principalmente para aquellos grupos señalados o rechazados por quienes se encuentran perdidos en el laberinto del sinsentido.

Sicilia lo ilustra mejor, al citar el libro de los Proverbios: “La vida y la muerte están en poder de la lengua, del uso que de ella haga tal será el fruto”.

Y en esta confrontación, suscitada por el caos expresivo, no faltan quienes pretenden constreñir la libertad de los otros, etiquetándolos como nocivos o peligrosos para el orden predominante, como si el comportamiento de los censores no lo fuera por sí y por la consecuente monopolización de los discursos fallidos. La sentencia “conmigo todo, fuera de mí la nada”.

La libertad de expresión implica, requiere un intercambio franco, plural y permanente en todos los frentes, un diálogo vigoroso como el que hoy sostenemos, en un clima de análisis crítico y de completa tolerancia. En este caso, nuestros orígenes nos permiten concurrir en similitudes que serán esclarecedoras para pintar un mejor futuro, más allá de las diferencias pasadas y presentes.  El uso correcto de la palabra y el contenido al cual se vincula, debe ser el ingrediente principal de este mosaico.

Sólo el pensamiento recobrándose a sí mismo y afincándose en la expresión libre, sin desplazamientos perversos ni persecuciones vanas y sin faltar contra la lengua como exigiera Platón, podrá recuperar el papel principal concedido al nombre y fundar una verdad positiva, sin ninguna duda. Y con la verdad, alcanzaremos la auténtica libertad: la del conocimiento. Al final de cuentas, “las cosas no tienen lugar en un espacio distinto al de las palabras que las enuncian hasta darle una existencia activa”.

Parte del reto será definir si el espacio general del saber no es el de las identidades y diferencias, sino un espacio hecho de organizaciones discontinuas que no forman un cuadro de simultaneidades sin rupturas, “de relaciones internas entre los elementos cuyo conjunto asegura una función”, como sostiene Foucault. Un espacio donde el lazo no puede ser ya la identidad de uno o varios elementos, lo cual exige homogeneidad de pensamiento y expresión; sino la identidad de la relación entre los elementos y de la función que aseguran.

Así como en la gramática general todas las palabras son portadoras de una significación más o menos oculta, más o menos derivada, pero cuya primitiva razón de ser reside en una designación inicial; la libertad de expresión debe ser portadora de una significación que trascienda tanto la ignorancia como el libertinaje. En ello, hay que alertar a las sociedades respecto de quienes se expresan sin empacho, aunque carezcan de ideas claras; pero aún más de quienes tienen un pensamiento tan amplio como mercenario, pues la facilidad con la que se expresan puede utilizarse con mucho éxito para fines contrarios al interés colectivo.

La ideología no pregunta por el fundamento, los límites o la raíz de la representación, recorre sus dominios y aloja todo saber en el campo de la misma, sin salir de éste. Su fin es plegar todo conocimiento a una representación a cuya inmediatez y conveniencia no podemos escapar. En este escenario, los pensamientos tienden a transformarse en juicios, generalmente basados en sensaciones y por ende relativos.  La subjetividad domina entonces la expresión, en cuanto dejamos que parta de análisis ideológicos.

Ahora, ¿es posible separar el análisis ideológico del pensamiento crítico? ¿Existe la razón pura? ¿Qué tan objetiva puede ser la expresión libre de cualquier idea? ¿Qué papel juegan las verificaciones empíricas en todo este proceso? ¿Cómo hacemos que este tipo de disertaciones sean menos oscuras y más asequibles para todos?

Ante la duda o empujados por la conveniencia, muchos medios terminan convertidos en militantes de un postura política, económica o social (ejemplos en cada país sobran) y, en aras de empujar sus intereses, olvidan la reglas básicas del periodismo y los límites constitucionales de la libertad de expresión. Esos límites elementales a la exteriorización de lo que se piensa u opina, vinculados al derecho individual de los demás a ser respetados en su honor, su intimidad y su fama, así como al derecho colectivo de no atentar contra la seguridad ni el orden públicos.

Textualmente, la Constitución Mexicana, en sus artículos 6 y 7, garantiza la libre manifestación de las ideas y la inviolabilidad de la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia sin previa censura, sin que puedan ser objeto de inquisición judicial o administrativa, salvo que con su ejercicio se ataque a la moral o los derechos de tercero, se provoque algún delito o perturbe el orden público. La libertad de expresión no tiene más límites entonces, en México y en cualquier otro país democrático, que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública.

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