La aseveración del presidente Andrés Manuel López Obrador de que hay personas infiltradas que utilizan el movimiento feminista para atacar a su gobierno, personas disfrazadas de feministas que se encuentras molestas “porque se dedicaban a robar, a saquear, los corruptos…”, representa, una vez más que el presidente no acaba de entender que el contexto de violencia contra las mujeres en México es una pandemia más letal que el Covid–19; que es la trasgresión y violación a los derechos humanos más brutal que hace peligrar el afán de vivir en una nación democrática, igualitaria, justa y segura.
El Estado mexicano ha sido omiso y negligente, complaciente a la impunidad y profundamente incapaz de cumplir con el mandato de la reforma constitucional de 2011, en materia de Derechos Humanos, que eleva a rango constitucional el cumplimiento de las obligaciones adquiridas por nuestro país y establecidas en tratados internacionales, específicamente en materia de discriminación y violencia contra las mujeres.
Son años de violencias contra las mujeres; no, no se podría decir que esta barbarie inició con su mandato, pero por su investidura presidencial tiene obligación de trabajar para transformar los estereotipos de género y los patrones sociales y culturales que perpetúan la discriminación y violencia hacia las mujeres y las niñas.
Si en su gobierno estuvieran más feministas tal vez pudiera ver que día a día nos arrancan la vida, por razones de género que se traducen en aquellas conductas que manifiestan la visión de la mujer como posesión, como un objeto que se puede usar y desechar como lo establece la Oficina Regional para América Central del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y ONU Mujeres.
Lo lamentable no sólo es el presidente quien piensa así, ese pensamiento permea en hombres y mujeres, de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial en los niveles federal y estatal, y en todos los municipios, por lo que se necesitan a verdaderas feministas “infiltradas”.