Miércoles, mayo 1, 2024

19 de septiembre

La tierra truena, todo sobre ella es trepidante, oscila de arriba abajo y de derecha a izquierda. Durante ese lapso los segundos suelen ser un compás de tiempo extendido, indeterminado, el segundero espera agónico a que el movimiento telúrico termine, no parece tener prisa para retomar su danza siempre apresurada. La alerta sísmica suena circular y sorda, es un sonido hueco que no cesa, parece bajar su volumen y regresar con mayor intensidad, como si tuviera agencia para asumir que nadie la escucha. Semeja un faro marítimo que gira iluminando los puntos cardinales, así fluye la alarma, no dejar de reproducir esa estrujante voz que una y otra vez repite ¡Alerta sísmica!… ¡Alerta sísmica!… ¡Alerta sísmica!…

Los satélites están saturados –grita un hombre delgado de cara estirada y nariz aguileña. Una señora de mediana edad no despega sus rodillas del piso, sigue rezando, se ha trabado, una y otra vez repite el Padre Nuestro. Esa plegaria parece eterna en sus labios. Una mujer joven llora, observa el cielo y supervisa todas las construcciones aledañas para cerciorarse que ninguna haya caído. Un hombre joven corre a la esquina, agudiza sus sentidos para estar seguro de que nadie grite o pida auxilio. El policía apostado en la esquina contigua intenta comunicarse por su radio manual, atónito levanta la mirada, también observa todo, quiere estar seguro de que no haya nubarrones de polvo ni hilos de cal que asciendan cuando el cemento ha colapsado, cuando se ha comprimido. –¡Ya pasó! ¡Ya pasó!–, dice una madre a su hija mientras la abraza y acaricia sus cabellos. Las redes telefónicas y cibernéticas se habilitan lentamente y la información comienza a llegar como el agua después de un corte total. Gota a gota todos se conectan de nuevo. Ansiosas las personas comienzan a compartir noticias en voz alta: – “Cayo la torre Mallorca…” –“Hay gente sepultada en el centro de la ciudad…” – “Cayeron dos hospitales…” – “Todo es un caos…”.

Un hombre se cubre la cara y se derrumba en el piso. Escucha a alguien informar que cayó el Hospital de Pediatría, que los cuneros han salido por las ventanas del sexto piso, que la avenida está tapizada de cunas desechas e infantes cuerpos regados en la calle, como si se tratara de pequeños popotes y bolsas de plástico arrojadas después de una romería. Escucha que decenas de padres hacen fila para que les permitan ver los diminutos cuerpos en la avenida y para que puedan, además, escarbar con sus propias uñas todo el escombro, rescatar los cuerpos vivos y los cuerpos yertos. Se entera que otra señora grita que han caído escuelas, que todo está colapsado. ¿Qué hacer?

–Oremos–, se escuchó a un sacerdote de complexión gruesa y tamaño diminuto mientras salía con su espolvoreada sotana blanca de un templo cuya estructura vieja seguía eructando polvo y sus paredes seguían crujiendo ante la permanente inclinación. Seiscientos años hechos añicos. En ese momento alguien recordó al emérito profesor Ernesto, quien acudía todos los días a ese recinto para encontrar silencio, reflexionar y escribir algunas notas para sus próximas cátedras de filosofía antigua. Reproducía sus diapositivas en un viejo carrusel, las fotografías en negativo proyectadas en esa tela blanca que él mismo mandó colocar en el aula cobraban una especial vida, el color ocre y las evidentes señales de humedad impregnadas en las esquinas de las imágenes hacían saber a sus pupilos que se trataba de un hombre del siglo pasado.

A veces es mejor refugiarse y espera en algún lugar a que todo pase, todo es caos, todo es un sinsentido. En ese preciso instante alguien recordó la historia de la niña que también vivió un sismo, el más intenso que se haya registrado en la historia de la ciudad. Como fue que ella quedó colgada de una pata de su cama mientas observaba atónita que la otra mitad de su hogar había colapsado, su cama era el último cuerpo material que evitaba ella cayera sobre los escombros y hierros retorcidos.

La prensa no perdía oportunidad para contar esa historia cada que la tierra se movía, trasladó esa marca a todas las generaciones, cada que tiembla la prensa cuenta la misma historia. Esa imagen acompañó a las generaciones hasta su vacío existencial.

Un militar del contingente de búsqueda regresa, comienzan a retirar una por una las losetas de una casa, como si se tratara de un juego Lego que ha sido comprimido por una prensa industrial. Después de dos horas, al quitar la última capa de cemento y retirar las varillas retorcidas, uno de los voluntarios levanta el puño derecho, otro contingente de sujetos acuden al llamado, observan con detenimiento, apuntan sus lámparas, el hombre de menor estatura se pega al piso, mete sus narices en un estrecho hoyo, se levanta y sentencia que, efectivamente, ahí hay un cuerpo. –¡Se asoma un zapato! ¡Es un tenis azul con blanco y, es pequeño! profirió uno de los hombres buscadores, el más delgado y bajo de estatura. –¡Con calma saquen el cuerpo! –sentenció el oficial que retenía de los hombros a una inconsolable mujer que presenciaba la escena. El general la encara sin soltarla de los hombros, la mira a los ojos y le comenta casi en susurro que, efectivamente, ahí hay un cuerpo –¡Ya veremos si es tu hijo, ten paciencia, está pesadilla terminará pronto!

Los hombres más experimentados en rescates comienzan a revelar los pies, efectivamente, porta unos tenis azules. Todos se acercan para conocer el desenlace. Escucha a un soldado decir que el cuerpo no se mueve, que, con mucha calma, retiren los escombros que aún lo cubren. Otro militar habla al cuerpo en voz baja –¿me escuchas? ¡estamos aquí, te vamos a sacar! ¿Me escuchas? –Nada. Sólo silencio y el llanto de la madre aún más desesperada. –¡Puede estar desmayado, calma, verán que lo sacaremos con vida de ahí!, sentenció otro de los hombres delgados que porta el traje rojo y azul.

Se puede olfatear el gas butano que se escapa de las mangueras, nadie dice nada, todos están concentrados en el rescate del diminuto cuerpo. La madre persiste en su lamento, intenta acercarse, el general la retiene con más fuerza de los hombros y redobla en el vano intento de tranquilizarla. Se ven ya los tenis del diminuto cuerpo, se trata de unos tenis azules con blanco, pequeños, sin duda, es un infante. –¡Es un niño! –Sentencia un diminuto sujeto. Descubre sus piernas o lo que queda de ellas, son como un papel planchado en unos jirones de mezclilla azul, no hay sangre, pero tampoco hay carne ni músculos. Las piernas de ese infante parecen haber desaparecido, pero están ahí, se puede ver el color de la piel machucada, lo amoratado de las venas y su reducción a finos hologramas, como si se tratara de una hostia delgada sostenida por una tela azul, adherida para la eternidad a ese pedazo de tela azul. El estómago del infante tiene una perforación del tamaño de una tapa de olla exprés, como si le hubiera caído una granada y, además le haya abierto la carne y hubiera desaparecido las entrañas. Todos flaquearon, colapsaron. Cerraron los ojos, se quitaron los guantes, aventaron la mascarilla y bajaron la montaña de escombros escuchando los alaridos que profería la madre que había encontrado a su hijo, o lo que quedaba de él.

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