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De genios y clásicos

Por: Horacio Reiba

2012-12-17 04:00:00

Este fin de año el tema dominante es Lionel Andrés Messi y su récord de goleo, que cambia con cada nueva salida del Barça y las últimas anotaciones del rosarino, cuya condición de as de ases del futbol mundial nadie se atreve a discutir. Tema sugestivo, por más que la paranoia periodística tienda a quemarlo a fuerza de repeticiones. Y a todo esto Messi –imperturbable, dedicado exclusivamente a lo suyo– continúa añadiendo rayitas a su contabilidad a razón varias por semana y como preámbulo del descanso navideño. Lástima de parón, dirán los muy golosos, deseando tal vez que la liga de España fuese como la Premier inglesa, a la que ni las pascuas detienen.

Uno de los ángulos curiosos del asunto es la proliferación de presuntos plusmarquistas, repentinamente ávidos de reivindicar cifras anuales superiores a las del argentino aunque ésta no permanezca quieta. A la ya superada de Gerd Müller –85 goles en 1972 para el Bayern Münich (72) y Alemania (13)–, le aparecieron esta semana dos competidores más, auténtica celebridad uno de ellos (Zico, para el cual reclamó formalmente el Flamengo 89 anotaciones en 1979) e ilustre desconocido el otro (Godfrey Chitalu, zambiano de oscura trayectoria, cuyo pináculo habría ocurrido en el mismo año de la hazaña del Bombardero Müller, y cuyo triste final llegó en aquel accidente aéreo a la selección de su país en 1973.): la federación zambiana contabiliza 95 goles en partidos oficiales, repartidos entre los del Warriors, el club de Chitalu, y la selección que jugó las eliminatorias previas al mundial Alemania 74.

A este paso no es remoto que, como los goles de Messi, esta semana broten de entre empolvados archivos nuevos aspirantes a negar o disputar la plusmarca de Lio.

La marca del genio. Pero la grandeza del 7 del Barcelona –y 10 de la albiceleste– no está tanto en los números, manía de la época, como en su genialidad integral como futbolista. Porque el genio no es simplemente alguien dotado de un talento superior al de la media –que ésos los habrá siempre–, sino aquél cuya capacidad desborda todo lo conocido y marca indeleblemente una época.

Condiciones que Messi cumple sin duda, pues ni el juego del rosarino admite parangón con el de ningún otro grande de la historia –cada genio tiene sus propias especificidades, en nada parecidas a los de sus escasos pares–, ni el futbol de este siglo se habría ido conformando en torno a los rasgos que de manera magistral encarna el Barcelona de los últimos siete años, cuyo estilo y logros tampoco serían lo que son sin el concurso fundamental de Lionel Andrés Messi.

Pelé y Maradona. Del mismo carácter auténticamente genial sólo se me ocurre nombrar a estos dos señores. No sólo son, como Messi, producto neto del futbol sudamericano –que eso podría no ser más que una coincidencia–, sino dueños cada cual de rasgos incopiables, y personalidades suficientemente fuertes paradar nombre a toda una época.

O’Rei es campeón del mundo a los 17 años y asombra por exuberancia y estilo: dentro y fuera del área, sobre todo dentro, su fuerza, habilidad e imaginación lo hacen imprevisible e incontrolable; y estéticamente es pura felinidad, pura seducción. Ha sido, con la inmortal playera 10 de Brasil, el único tricampeón mundial de la historia. Aunque su genialidad animó el desarrollo del talento en multitud de jóvenes en todo el orbe y creó una época de oro para el futbol de su país, por otro lado exacerbó el cerrojismo y la cacería de piernas, un fenómeno contradictorio ligado a la impotencia de los menos aptos, que seguramente habría prosperado poco en esta actualidad nuestra, vigilada por cámaras de televisión desde todos los ángulos.

Se atribuyen a Pelé 1281 goles en 1375 juegos, con la camiseta del Santos FC (195674), Cosmos de NY (197577), Brasil (195770) y esporádicas selecciones regionales brasileñas.

Pero si Pelé acaparó la admiración universal, Diego Armando Maradona, en su parcela bonaerense, ha superado en fervor todo lo conocido o imaginado. La religión maradoniana –concebida literalmente: Diego es dios para sus idólatras– se instauró no en un momento de gloria del ídolo (¡el minuto 53 del Argentina–Inglaterra en el Azteca, el día de la mano de dios y del gol más célebre de cualquier mundial, uno tras otro!)–, sino cuando la vida del Pelusa parecía apagarse, en 2004. Jugador imprevisible pero absolutamente genial, Maradona, con todos sus devaneos, fue un mago del balón que supo rodear de dramatismo cada uno de sus gestos, dentro y fuera del campo. Fiel a unos orígenes marcados por la miseria, puso en el mapa internacional el nombre de Argentinos Juniors, su club de origen, y en Italia, con el Nápoles, arrebató a los ricos del norte su habitual hegemonía en el calcio.

Lo demás es leyenda. Porque Diego, señor de todas las contradicciones posibles –también de las imposibles, por supuesto–, en cuanto mito no admite comparación. 

Distéfano, Cruyff, Beckenbauer. Seguimos en el territorio de los más grandes. Pero ya no en el último cielo. Los que siguen no construyeron una época pero sí un equipos y un entorno exclusivamente suyos.

El argentino Alfredo Distéfano –un sudamericano más en la lista de los colosos–, brilló discretamente en River Plate, descolló en le ballet azul del Millonarios de Bogotá y vivió sus años de consagración en el gran Real Madrid, pentacampeón de Europa. Allí, en la Casa Blanca, Distéfano fue jefe y factótum, tal vez el primer jugador plurifundional de la historia, con una visión del campo asombrosa, un liderazgo absoluto y un recorrido que se adelantó veinte o treinta años a su tiempo. Técnica y entrega, sagacidad y mando se hermanaron en el juego de este enorme jugador, capaz de desbaratar un ataque adversario, idear la ofensiva propia y rematar a puerta con tino letal. Líder, armador y goleador al mismo tiempo.

Sus mejores años coinciden con el quinteto glorioso del Madrid en la Copa de Europa (1956–60). No jugó ningún mundial, aunque en el 62 viajó a Chile como integrante del equipo español.

Johan Cruyff es el emblema del ascenso más notable de un país sin apenas historia a la cumbre del futbol mundial. Primero, lideró la triple coronación del Ajax Amsterdam en Europa (1971–73), luego, la revolución de la Naranja Mecánica en Alemania 74. Para entonces ya capitaneaba al Barcelona de Rinus Michels, padre del futbol total con el que Holanda asombró al mundo. De físico frágil en apariencia, Cruyff movía los hilos de media campo al frente con una sutileza y una habilidad desarmantes. Encabezó un 0–5 célebre contra el Madrid en el Bernabéu. Fue subcampeón del mundo en 1974, pero abandonó la camiseta nacional antes del Argentina 78.

Como entrenador creó el dream team del Barça, campeón a principios de los noventa por cuatro años consecutivos, y la huella de sus conceptos básicos se dejaría sentir en la Masía y en el posterior alumbramiento del Barcelona maravilloso de los últimos años.

Franz Beckenbauer (Münich, 1945) supo erigirse en el jugador insignia de un futbol tan influyente y constante como el alemán. Y no a base de fuerza –según podría esperarse– sino a golpes de elegancia y suprema sutileza. Apareció en Inglaterra 66 como mediocampista goleador, y terminó refuegiado en la cueva, como líbero de lujo. Aunque sus rasgos meramente futbolísticos pudieran ceder ante los de otros superdotados del balón –los Charlton, Gerson, Rivera, Platini, Zidane...–, sus logros personales –tricampeón de Europa y multicampeón de la Bundesliga con el Bayern, y con Alemania campeón de la Eurocopa en 1972 y del mundo en 74– y su indiscutible liderazgo, que lo llevó a capitanear esa hazañas y a dirigir técnicamente a la última Alemania campeona en Italia 90, justifican ellugar que aquí le hemos asignado.

Nombré a algunos de los hombres que alcanzaron la excelencia jugando al futbol. Otros hay cuyo brillo ofrece claroscuros cegadores, tipos capaces de iluminar a golpes de genialidad el semblante de los hinchas y luego sucumbieron a humanas pasiones. Cito dos –Mané Garricha y George Best, extremos inmortales ambos–, a reserva de abundar otro día en sus peculiaridades y trayectorias.  

Monterrey, tercero del Mundialito. Ayer a primera hora supimos del triunfo del Corinthians sobre el Chelsea, 1–0 con gol del peruano Guerrero (’66). Ya era hora de que un campeón de la Libertadores pudiera en Japón con el titular de la Champions, en el torneíto puramente comercial que se inventó la FIFA, mezclando a los clubes monarcas de sus seis federaciones.

Y ya era hora de que un equipo mexicano –el Monterrey– les arrebatara el tercer puesto a africanos o asiáticos, llegando hasta donde no pudieron Pachuca, Atlante y los propios Rayados en años anteriores. La victoria de los de Vucetich, sufrida y todo, no fue inmerecida. El 2–0 sobre los egipcios del AlAhlay se selló con los goles de Jesús Corona (’3, en inocentada de portero y defensor adversarios) y César Delgado (’66), como remate de una bien urdida acción colectiva.

Felicidades, pues. Pero sin olvidar que en la semifinal contra Chelsea, el abismo entre los dos equipos resultó muy superior al 3–1 favorable a los blues londinenses. Como tantas veces, los regios fueron ese día fieles representantes del tercermundismo futbolístico al que pertenecemos.

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