A riesgo de decepcionarlos

Por obvias razones, resulta más fácil decepcionarse de algo de lo que esperabas mucho que de eso sin expectativas. Hace poco me referí aquí mismo a En trance, de Danny Boyle, como “un espléndido ejercicio de estilo y de dominio cinematográfico que, sin embargo, no evita que la trama se sobre–cocine tornándola laberíntica en exceso y hasta poco creíble en un par de aspectos”. A esta cuasi–decepción debo agregar hoy un par más, de cineastas renombrados (cada cual por razones distintas). La primera es The master, de Paul Thomas Anderson, uno de los directores norteamericanos más respetados de la actualidad. Su película, en breve, trata sobre Freddy Quell (Joaquin Phoenix), un joven veterano de guerra alcohólico y desequilibrado que, a su regreso a EEUU, carece de rumbo hasta cruzarse con el carismático líder y fundador de un movimiento llamado La Causa. Esto le cambia la vida al ex soldado, si bien más en un sentido pragmático que esencial.

Así, lo que seguimos en The master es la relación entre Freddy y el maestro (encarnado por Philip Seymour Hoffman y basado en L. Ron Hubbard, el creador de la Cienciología); sus altas y sus bajas, sin profundizar en La Causa como movimiento sectario, ni en las motivaciones íntimas de su fundador, ni en el impacto social, la estatura o las implicaciones de sus actividades. Esto puede admitirse; sin embargo, es evidente que la sólida (pero ambigua) relación entre los personajes citados debía llevarnos a algo. ¿A qué, por qué, hasta dónde, con qué hondura? La película no lo hace claro, con lo cual sus méritos se tornan insuficientes. Méritos como las actuaciones de su par de estelares, Phoenix y Seymour Hoffman; como los alucinantes universos imaginados por Freddy a partir de las borracheras que se permite (con cocteles que incluyen thinner y combustible nuclear); y desde luego, méritos como su apunte crítico de los efectos íntimos e individuales de la guerra. Pero otra vez: ¿qué quiere decirnos The master a fin de cuentas? ¿Que todo hombre necesita un guía? Espero que no, porque ni siquiera eso tan evidente queda concretamente expuesto en la película. Como sea, siempre vale la pena ver un film de Paul Thomas Anderson, aún y cuando se perciba fallido como este.

La otra decepción de la semana es la nueva versión de El gran Gatsby, del australiano Baz Luhrmann, entregada en un tono y ritmo distintos a lo que sugiere la novela de F. Scott Fitzgerald, admitiendo –claro– que cosas así se permiten en la adaptación de un medio a otro, mientras funcionen. Pero no parece ser el caso en la mayoría de la película, que termina mucho mejor de lo que empieza (sin que esto sea un elogio). Luhrmann es un cineasta de visualidad abigarrada y exuberante siempre, cuando eso cabe y cuando no. En este caso, mucho de los tumultuosos 20 dan espacio para eso, pero el trámite deja la impresión de que el relato se pierde; en especial durante el primer acto, ofrecido con un vértigo inclemente aún para quienes tienen referencias de la historia. Sin embargo, el talento interpretativo es mucho; lo mismo de DiCaprio, de Tobey Maguire y de Carey Mulligan, respectivamente como Jay Gatsby, Nick Carraway y Daisy Buchanan. Ese es un elemento en favor de la película, a pesar de los excesos autorales distractores de Baz Luhrmann. Los tres se las arreglan para mantener el interés del espectador lo más posible sobre ellos y sus encrucijadas, y no sólo sobre la estridencia visual y auditiva del universo nutrido por el estilo del director. En efecto, sin traicionar flagrantemente la esencia de El gran Gatsby, Luhrmann en buena medida pensó su adaptación como espectáculo; y es justo la capacidad de sus actores el contrapunto para que no resulte solamente eso. Pero aún así, cual dije desde un inicio, el resultado más bien decepciona, aunque infiero que su apantallante estética le ganará adeptos entre los cinéfilos más jóvenes.