Jueves, diciembre 5, 2024

La guerra por la historia

Pedro Salmerón Sanginés

La historia, conciencia viva y conciencia colectiva, elemento de cohesión e identidad, poderoso refugio ante la adversidad, ha sido usada siempre con fines políticos, muchas veces aviesos. La historia, que permite la comprensión del presente y la resolución de problemas, es también instrumento de opresión y manipulación.

Cuando una camarilla se adueña del poder público, construye discursos ideológicos en su beneficio para justificar su ejercicio del poder contra las mayorías. Estos discursos legitimadores, plagados de falacias, patrañas y mentiras mondas y lirondas, recurren en mayor o menor medida a la manipulación y falsificación de la historia. Hoy somos testigos en México de este proceso de falsificación, burdo, vulgar y descarado.

Desde principios de la década de 1990, un grupo de intelectuales se ha lanzado a desmitificar la historia de México para construir una historia a modo del régimen neoliberal impuesto mediante el monumental fraude electoral de 1988. Es decir, su ataque a la historia oficial de la era priísta tuvo lugar cuando aquella versión de la historia ya no era la oficial ni acomodaba al régimen y, en su discurso, parecía que toda la historia se reducía a los libros de texto… quizá porque algunos de ellos no habían leído otros.

Sin ningún respeto por el conocimiento histórico, sin distinguir el hecho de la interpretación, con muy escaso manejo de fuentes y nula crítica de las mismas (herramientas elementales del quehacer histórico), se lanzaron alegremente no contra la historia oficial priísta, que agoniza, sino contra la historia crítica y profesional que pone en el centro el estudio de la sociedad, los movimientos sociales, la rebeldía y la disidencia; una historia que busca recuperar y dar contenido a los dogmas políticos de nuestro liberalismo clásico (democracia y representatividad, por ejemplo); de retomar las demandas sociales de la revolución popular zapatista y villista o el nacionalismo económico del cardenismo.

A estos desmitificadores empecé a responder a lo largo de 2012 desde las páginas de La Jornada. El objetivo era desenmascarar la mentira interesada, no discutir con posiciones o interpretaciones distantes de las mías. Con los historiadores serios, de cualquier partido político o tendencia ideológica, se discute en otro nivel: estos textos eran para demostrar la manipulación burda, vulgar, al servicio del gobierno en turno y de los intereses que representa.

Descubrí así que hay una guerra por la historia. Una guerra en dos sentidos: política por un lado. Falsificar la historia para hacer de Hidalgo un sanguinario sin ideas, de Juárez un vendepatrias, de Zapata un reaccionario o de Villa un bandolero sin bandera, tiene que ver con asuntos de hoy, con la exaltación de la mano dura para los pobres y la impunidad para los poderosos, el gobierno lejano del pueblo; con la idea de que ni los indígenas de Chiapas ni los maestros de Oaxaca se movilizan por convicción propia, sino que son manipulados por conspiradores. Y en segundo lugar, las mentiras que sobre la historia cuentan (y probaremos que son mentiras) justifican las llamadas reformas estructurales que el gobierno actual y sus aliados pretenden imponernos.

Ahora bien: al cerrar el ciclo dedicado a los falsificadores en La Jornada, me había hecho un pequeño espacio en la discusión nacional, de modo que decidí mantenerlo. Aparte de discutir nuestra historia y su interpretación, interrogué algunos de los extremos a que llevaba ya no la mentira histórica legitimadora del al gobierno, sino aquella pensada para difundir el odio de clase, de género y de raza, abonando al fascismo, el racismo y otros extremos. También encontré a quienes, supuestamente desde la izquierda, retomaban numerosos elementos discursivos propios del fascismo (particularmente el racismo y la xenofobia), así como el uso y abuso de la calumnia para rehuir el debate. Las respuestas que recibí, sumamente agresivas, rebajaron la discusión a la agresión personal y a la calumnia, demostrándome que estaba en lo correcto al llamar la atención sobre una historia pensada para generar odio.

Ahora recupero, ordeno y actualizo esas discusiones en mi más reciente libro, Falsificadores de la historia y otros extremos (editorial Itaca). ¿Para qué? Porque la denuncia sigue siendo vigente. Porque los falsificadores siguen con su desfachatez; ahora potenciada por el gobierno de Peña Nieto, a cuyas formas y reformas cantan alabanzas. Porque los sembradores de odio lo siguen sembrando y calumnian cotidianamente, gozosos de la impunidad de las redes sociales y la cobardía del anonimato. Pero sobre todo, porque en todos los foros en que me presento me preguntan por los falsificadores y los fascistas disfrazados; porque a muchos mexicanos les urge, nos urge, recuperar la historia como generadora de conciencia colectiva. Porque hay una guerra por la historia.

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