Pedro Salmerón Sanginés /I
¿Qué es un traidor a la patria? Aunque no deberíamos juzgar a personajes del pasado con criterios del presente, el artículo 123 del Código Penal Federal puede servirnos de parámetro, porque es resultado de la tradición jurídica mexicana sobre el tema (y fundamento de la demanda interpuesta por Morena contra Enrique Peña Nieto el 5 de febrero de 2014).
Sintetizando el texto del artículo, se es traidor a la patria por: a) realizar actos contra la independencia, soberanía o integridad de la nación; b) servir a un gobierno o ejército extranjero en caso de guerra; c) espiar o dar información que pueda ser usada por extranjeros contra la nación; d) solicitar la intervención extranjera o invitar a ciudadanos de otro Estado a tomar las armas contra México; e) aceptar de un invasor un empleo, cargo o comisión, y f) cometer, declarada la guerra o rotas las hostilidades, sedición, motín, rebelión, terrorismo, sabotaje o conspiración.
En estos meses y años se ha vuelto a hablar de traición a la patria, trayendo a la discusión personajes del pasado. Ejemplarmente, Antonio López de Santa Anna. Empecemos por él. Del Santa Anna no fue un traidor, de Juan Gualberto Amaya, a la reciente historiografía académica, hay razones sólidas para dudar de su traición. La gran historiadora Josefina Zoraida Vázquez ha explicado que en la historiografía tradicional, tirios y troyanos usaron a Santa Anna como comodín. Suele recordarse el mal que hizo, magnificarse sus errores y endosarle los de otros, de manera que, si no hubiese existido, lo habríamos inventado; para esas explicaciones se hizo tan indispensable su figura como para sus contemporáneos en apuros, que una y otra vez lo buscaron.
Se olvidaron o minimizaron sus afanes para improvisar ejércitos y recursos. Se le presenta como el prototipo del chaquetero que pasó de realista a iturbidista, republicano, federalista, centralista, dictador y monárquico, olvidando que los mayores ideólogos de su época también cambiaron de bandera, antes de que su ideología se volviera consistente. Es natural: era una época de transformaciones donde los hombres intentaban responder a una realidad cambiante que no entendían. Sobre todo, se olvida que no existía o no era general el sentimiento de nación; se abstraen del análisis político temas claves, como la pobreza endémica, el atraso, el analfabetismo, las epidemias, la desnutrición y la escasísima densidad de población; no recordamos que México inició su vida independiente en la bancarrota y bajo agresión de las potencias. Lo milagroso no es que México haya perdido los inmensos territorios del norte, sino que haya mantenido la unidad nacional y, pese a todo (apenas una generación después), consolidado su soberanía.
Su biógrafo Will Fowler se pregunta: si Santa Anna reconoció la independencia de Texas, perdió a propósito la guerra de 1846-1847, vendió La Mesilla; mandó con inaudita crueldad el asalto de El Álamo, fue el oportunista que cambió de bando siempre que le convino, si gobernó como tirano, “¿cómo explicar sus repetidos retornos o que tantas corrientes políticas lo invitasen… a rescatar el país?”
Concluye: “No fue traidor. No fue chaquetero. No siempre fue tirano. Santa Anna fue un hacendado y caudillo decimonónico que trató de prosperar en lo personal y contribuir al desarrollo del país en una época de crisis graves y recurrentes, cuando la colonia que fue Nueva España dio paso a la joven, agitada, asediada y abrumada nación mexicana. Tal vez no merezca una plaza… en su natal Xalapa con su nombre, pero tampoco merece cargar con toda la culpa de todo lo que salió mal en México luego de la Independencia. Su historia, con todas las contradicciones, confusión y sufrimiento que implicó, es el reflejo de los traumas que México tuvo que padecer en sus primeros años” ( Santa Anna, Universidad Veracruzana, 2010, p. 452).
Según casi todos los historiadores académicos, Santa Anna fue corrupto (pero a veces entregó sus riquezas para armar ejércitos en defensa de la patria); irresponsable (por momentos); astuto y manipulador (cuando los ardides parecían la única solución, el mal menor); oportunista y desleal (en época de fluidez ideológica en que casi todos así parecen). Pero no traidor a la patria.
Sin embargo, tenía mucho sentido acusarlo de tal: cuando Benito Juárez lo llevó a juicio por traición, en 1867, quiso dejar en claro que existía un antes y después definitivo sobre las condiciones en que México se relacionaba con el mundo y los gobernantes con su pueblo. Ahora, que parece que se olvida ese tajante antes y después, vuelve a tener sentido señalarlo como traidor. ¿Lo fue o no?, ¿por qué puede ser significativo señalarlo como tal? Si me lo permiten, lo cuento en mi siguiente artículo.
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