Tlaxcala se sirve a sí misma, mientras celebra el Día Mundial de la Alimentación con un banquete de 60 municipios y discursos sobre el “orgullo de nuestras raíces”, las cifras oficiales se indigestan.
Aquí estamos, los tlaxcaltecas de a pie, rodeados de guajolotes premiados, tortillas ceremoniales y discursos que huelen a incienso burocrático. La ejecutiva habla con voz de tía orgullosa en una boda, recordando que “¡sin Tlaxcala no hay México!”
Mientras tanto, los periodistas anotamos en nuestras libretas lo que no se dice: que el 85 por ciento de la población vive con inseguridad alimentaria. Es decir, que de cada 10 tlaxcaltecas que hoy se empachan de chilacayotitl, ocho y medio no saben qué van a cenar mañana.
Pero eso no importa ahora. En el Domo Blanco, las autoridades recorren los stands: pozole de trigo de Benito Juárez, sopa de nopalachicle de San Lucas Tecopilco, mixiote de conejo con corazón de maguey de Calpulalpan. El micrófono anuncia la cuarta edición de la muestra “500 años nutriendo con sabor”. Medio milenio de gastronomía y, por lo visto, medio milenio de hambre también.
Yo me acerco a probar la mermelada de nopal —porque uno no es de piedra— y pienso que en Tlaxcala la dieta equilibrada se logra alternando un día de degustación oficial con seis de sobrevivencia.
El hambre como patrimonio cultural
El evento se inaugura con solemnidad. Los discursos parecen recetas de cocina: “Mano a mano por mejores alimentos y un mejor futuro”, dice la presidenta honorífica del DIF estatal.
“Sigamos mostrando al mundo nuestra riqueza culinaria”, repite la del DIF nacional.
Yo los miro con fascinación: nunca había visto tanto entusiasmo por un mole mientras las estadísticas cocinan su propio guiso amargo. En una esquina, la coordinadora del Banco de Alimentos explica que el 85 por ciento de los habitantes enfrenta inseguridad alimentaria.
Pero aquí, la pobreza se adereza con orgullo. En Tlaxcala, el hambre no se sufre: se conmemora. Los municipios traen sus mejores manteles para celebrar lo que no se come. Cada receta se presenta como patrimonio intangible, aunque la realidad sea más tangible que nunca.
Un funcionario, con voz de cronista colonial, asegura que los platillos “representan el espíritu solidario y trabajador de las familias tlaxcaltecas”. Yo lo creo: se necesita mucho espíritu y bastante fe para hacer rendir el frijol.
Mientras los visitantes aplauden los premios, me pregunto si la justicia social se sirve en plato hondo o si se come a cucharadas pequeñas.
Ni gordos ni flacos: equilibradamente desnutridos
A un lado del domo, una lona del DIF nacional anuncia con letras grandes: “Por una vida saludable”. Y debajo, en letra pequeña, la estadística: cuatro de cada 10 niñas y niños tienen sobrepeso u obesidad; uno de cada 10, algún grado de desnutrición.
Así, la paradoja se cocina sola: la mitad come demasiado y la otra mitad, demasiado poco. Pero todos están en el mismo banquete institucional.
Me acerco a una madre que lleva de la mano a su hijo. Se llama Antonia y vive en Xaloztoc. Me cuenta que el niño recibe su desayuno escolar “caliente y nutritivo” gracias al programa estatal. “Le dan un sándwich con jamón y un vaso de leche, y ya con eso se va contento a la escuela.”
¿Y en la noche? —le pregunto.
“A veces té con pan, si hay. Pero bueno, al menos desayuna bien.”
Antonia sonríe con gratitud. En su voz no hay ironía, pero en la mía sobra.
El gobierno presume que 98 mil estudiantes reciben desayunos nutritivos y que se invierten 18 mil millones de pesos para alimentar a los vulnerables. Yo imagino el menú: sopa de discurso con guarnición de promesa.
Una funcionaria, de traje blanco y sonrisa vitamínica, me dice que “el problema no es la comida, sino la educación alimentaria”. Tal vez tenga razón: los niños aprenden a contar calorías antes que a contar los días en que la alacena se queda vacía.
Entre los platillos concursantes, aparece uno llamado “Tres casamientos”, mezcla de trigo, maíz y haba. Lo presentan como símbolo de la unión cultural. Me dan ganas de preguntar si en esa unión también entran los divorciados de la canasta básica.
El maestro de ceremonias dice que “cada platillo es una oportunidad para sembrar esperanza”. Pero yo solo veo cazuelas vacías después de las degustaciones, y una fila de voluntarios que recogen las sobras para llevarlas al Banco de Alimentos. Ironías del destino: lo que sobra del banquete de la abundancia alimenta, literalmente, a los que viven en la escasez.
Sin Tlaxcala no hay México (ni frijoles sin arroz)
La ejecutiva toma nuevamente el micrófono. Su discurso es un postre con exceso de merengue patriótico. Habla de los ancestros que llevaron “nuestras danzas, nuestra gastronomía y nuestro evangelio más allá del mar”. Yo, como buen hijo ilegítimo de Hernán Cortés y Techquilvasin, me debato entre el orgullo y la acidez estomacal.
Me doy cuenta de que en Tlaxcala la realidad se cocina al vapor de las metáforas. Mientras la mandataria habla de “un futuro justo, saludable y humano”, el Banco de Alimentos reporta que atiende a más de 30 mil personas con 55 mil despensas mensuales. El hambre tiene logística, horario y patrocinadores.
Afuera del recinto, una fila de mujeres espera un taxi colectivo. Una de ellas sostiene una bolsa con el logo del evento y dentro un panecillo envuelto en servilleta. “Para los niños”, dice. En Tlaxcala, hasta la limosna se disfraza de souvenir.
Los visitantes se dispersan. Algunos comentan que el pozole de trigo estaba “muy original”, otros que “faltó más picante”. Nadie menciona el 85 por ciento de inseguridad alimentaria. En Tlaxcala, los porcentajes no se digieren.
Antes de irme, escucho a un funcionario que dice con seriedad: “El problema no es de hambre, sino de distribución.” Tiene razón: los discursos se reparten muy bien.
El último taco
Camino de regreso por el bulevar, con una servilleta de mole en la mano. El viento huele a maíz tostado y a promesa recalentada. En mi libreta anoto las cifras finales del día: Y me pregunto: ¿cuántas estadísticas se necesitan para saciar el hambre? ¿Cuántas palabras para llenar un estómago vacío?
En Tlaxcala, el hambre no se niega; se maquilla con guajillo y se adorna con totomoxtle. Se premia el sabor mientras se pospone la cena. Aquí, el menú del día incluye “orgullo”, “tradición” y “desigualdad”, todo servido en plato biodegradable.
El altavoz anuncia la próxima actividad: una pasarela benéfica llamada “Al Toro con Causa y a la Moda”, cuyos fondos se destinarán al Banco de Alimentos. Es el colmo de la coherencia: vestir la caridad con lentejuelas.
Cuando llego a casa, me sirvo un taco de frijoles fríos. No hay hambre que no se calme con ironía.
Abro mi cuaderno y escribo la última línea de La Jornada:
“En Tlaxcala celebramos el hambre con sabor, y la pobreza con salsa de chipotle. Somos expertos en convertir la necesidad en patrimonio, y el estómago vacío en discurso lleno. Pero eso sí: ¡sin Tlaxcala no hay México… ni frijoles sin arroz!”


