Martes, septiembre 17, 2024

Semáforo rojo ambiental

Ahora que los semáforos y sus colores se han instalado en la vida cotidiana con motivo de la crisis sanitaria, nos hemos olvidado de otros semáforos que desde hace décadas nos están indicando la inminencia de una crisis civilizatoria irreversible. Se trata del cambio climático provocado por el consumo irracional y desmedido de los recursos naturales y por la implementación de procesos industriales depredadores y contaminantes; ambos factores constituyentes esenciales del modelo capitalista de producción–consumo.

A inicios de este mes de agosto, la ONU publicó su Sexto Informe de Evaluación sobre Cambio Climático elaborado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y, como era previsible, los cosas no han mejorado como se esperaba con los Acuerdos de Paris de 2015; muy al contrario han empeorado más de lo que hubiera podido esperarse: los glaciares se derriten a gran velocidad, las sequías y las inundaciones se suceden bajo patrones imprevisibles, la deforestación y la desertificación avanzan de manera incontrolada, los niveles del mar siguen aumentando, la temperatura global sigue subiendo y los huracanes y tormentas tropicales se multiplican y aumentan su poder destructivo.

Con el surgimiento de la pandemia y sus secuelas de pánico e inmovilidad social, los problemas más graves como el cambio climático se vieron relegados y postergados, cuando en realidad son los más urgentes por resolver, pues de ellos dependen la continuidad de la vida sobre nuestro planeta. Ya se ha comentado en varias ocasiones cómo aprovechando el clima de miedo e incertidumbre impuesto, las grandes corporaciones del capital han tratado de avanzar en sus estrategias de despojo de los recursos naturales y de los derechos de los seres humanos, ya sea impulsando leyes que las favorezcan o de plano violando de facto las normas que aún obstaculizan su sed de lucro.

Tanto en México como en otras partes del mundo el asesinato y las desapariciones forzadas de líderes ambientalistas se han incrementado (el caso de los yaquis y su defensa del agua y de sus territorios, en nuestro país, por ejemplo), así como la invasión de tierras, la deforestación y la expulsión o exterminio de las comunidades indígenas amazónicas, para implementar proyectos ganaderos o de cultivos masivos de transgénicos, como política de Estado del gobierno derechista de Bolsonaro en Brasil.

La sociedad actual se encuentra prisionera de los picos y repuntes de un virus que al parecer burla las vacunas y muta a nuevas y más letales variantes, pero curiosamente siempre favoreciendo al gran capital, al mismo tiempo que desmoviliza a los grupos que no pierden la visión de conjunto del devenir global y se dan cuenta de que se trata de un único problema el que amenaza la continuidad de la vida sobre la tierra: la voracidad del capital, bajo todas sus manifestaciones.

Si bien es cierto que en nuestro país se están implementando medidas para frenar la deforestación, como el programa Sembrando Vida o para apoyar la producción nacional de alimentos, Producción para el Bienestar, medidas como éstas resultan insuficientes si no se frenan a las grandes mineras, si se sigue favoreciendo el establecimiento de empresas depredadoras y contaminantes, bajo el argumento de que no se puede vivir sin la inversión extranjera; si no se rescatan los servicios públicos de los intereses privados y si no se promueven formas realmente “sustentables” de vida, en las que se recupere la prioridad de las necesidades básicas de alimentación, salud y educación.

Si la mayoría de los habitantes del planeta lográramos romper con el espejismo del crecimiento infinito y regresásemos a un modo de vida más austero y armonioso con la naturaleza, aún sería posible revertir el final.

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