El último día de 2020, de manera sorpresiva, por fin se publicó el decreto presidencial que prohíbe el maíz transgénico en nuestro país y establece la eliminación progresiva del uso del glifosato en un plazo de tres años. Este decreto responde positivamente, aunque todavía de manera parcial, a dos décadas de lucha de numerosas organizaciones civiles en contra del terrorismo agroindustrial neoliberal que en una nueva fase de la mal llamada “revolución verde” (debió llamarse “terrorismo verde”) está tratando de controlar la producción de alimentos en todo el mundo mediante el uso de semillas genéticamente modificadas (OGM) comúnmente denominadas “transgénicos” que retoman la falsa promesa de “acabar con el hambre”, cuando en realidad se trata de lucrar con la producción de alimentos en todos los niveles: vender las semillas que ya están patentadas por las grandes empresas; vender con ellas todo un “paquete tecnológico” de agrotóxicos (abonos químicos e insecticidas) sin el cual no funcionan; volver a venderlas en cada ciclo de cultivo porque están diseñadas para producir una sola vez, provocando que los costos de producción se incrementen constantemente y al capricho de las empresas, desalentando cada vez más las pequeñas unidades productivas, en vistas a que en un futuro sólo sean los grandes consorcios agroindustriales quienes tengan el control de los alimentos, de tal forma que ellos decidan qué deben comer todos los que tengan recursos económicos suficientes para comprarlos.
Pero lo peor es que estas semillas fabricadas sobre diseño, también tienen la misión de contaminar y destruir a las variedades naturales que se han ido creando a lo largo de siglos mediante una compleja relación entre los campesinos y la naturaleza; es decir, también se trata de destruir la biodiversidad natural, de modo que en un futuro muy cercano, ningún ser humano tenga la posibilidad de sobrevivir produciendo sus propios alimentos, sino que esté obligado a comprárselos a las agroindustrias. Hay que recordar que la publicación de este decreto fue un compromiso del presidente en el mes de octubre del año pasado, cuando funcionarios gubernamentales, infiltrados por las agroempresas, hicieron público un supuesto proyecto de decreto (Decreto Villalobos–Scherer) que permitía la siembra de transgénicos y echaba abajo la prohibición de importar glifosato emitida por la Semarnat, cuyo titular Víctor Toledo prefirió renunciar.
Finalmente, nunca se supo quién había preparado ese proyecto amañado totalmente en favor de las empresas, pero ante las presiones de las organizaciones civiles, el presidente se comprometió a ser coherente con los principios de su programa de gobierno y emitir otro decreto en favor de los intereses de la población del país, de los campesinos y de los grupos indígenas, que son los que todavía producen alimentos sanos, que no enferman y que respetan al medio ambiente. La publicación del decreto coincide por días con el pronunciamiento de la ONU en favor de una agricultura ecológica, como única alternativa para fortalecer la salud de la población, seriamente mermada por varios lustros de comida–chatarra que nos coloca en gran desventaja frente a pandemias como la actual.
La producción agroecológica de alimentos, a escala local y comunitaria, también se concibe como un factor determinante en la lucha contra el calentamiento global. La publicación de este decreto no es más que un pequeño paso más en la construcción de nuestra soberanía alimentaria, y puede quedarse en letra muerta si los consumidores no aprendemos a valorar y consumir los alimentos sanos que producen generosamente los campesinos de nuestro país, en lugar de seguir consumiendo la comida chatarra que nos enferma y llena los bolsillos de las agroindustrias y las farmacéuticas.
