Tocqueville escribió hace algunos años que “el peor momento de un gobierno es cuando mejora”. Desde hace casi cinco lustros, la afamada transformación semeja una ilusión que, por sus acciones, resulta a sus hacedores cada vez más difícil de sostener. Mañaneras, pregoneros, acólitos, aplaudidores y arrastrados viven la amargura de no contar con formas para legitimar lo imposible, y también, por no haber encontrado en las filas de la transformación una respuesta a la altura de sus frustraciones y aspiraciones políticas y económicas. La transformación les quedó a deber ante sus primorosos y ensayados gestos de adulación.
La suma de agentes del pasado en el presente político delinea los trazos del mismo cuadro, pero con diferente color. Los optimistas creían estar lejos, haber dado la vuelta a la página del pasado.
Hay múltiples temas que la Cuarta Transformación ha dejado en el vacío, múltiples demandas que han sido desdeñadas e ignoradas desde el inicio de la gestión obradorista, éstas han sido: la verdad, las justicias y el principio de la no repetición.
Desde que fue presidente electo, Obrador se reunió con colectivos de familiares de personas desaparecidas, medios de comunicación, activistas, escritores e intelectuales, en algo presuntuosamente llamado “Diálogos por la Paz”. En estas reuniones, una y otra vez las promesas de verdad, justicia y reparación fueron pregonadas, una y otra vez el presidente electo prometió que todos los casos se tramitarían de manera eficiente, que habría verdad, reparación, que se establecerían comisiones de investigación, fiscalías especializadas en la búsqueda e implementación de la justicia.
Obrador se erigió nuevamente como un defensor de los derechos humanos, un paladín de la verdad ante las atrocidades cometidas en el pasado ya pasado, en el pasado presente y en el presente, particularmente ante el caso de la desaparición de los 43 jóvenes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. Paralelamente, prometió se establecerían sitios de memoria, políticas de no repetición y una aplicación ejemplar de la justicia para todos los agentes de Estado y particulares que resulten ser responsables de las graves violaciones a los derechos humanos.
La promesa que hizo Obrador, entonces presidente electo, durante los Diálogos rebasó el terreno de las palabras, la experiencia pragmática afloró como un signo de la experiencia política recogida en su pasado priista. Para calmar a las muchedumbres enardecidas que demandaban verdad y justicia, Obrador señaló con su dedo índice al funcionario Encinas, recién nombrado subsecretario de Derechos Humanos. Lo señaló con autoridad y dijo a los familiares y colectivos presentes: “este funcionario, este hombre que tiene toda mi confianza, traerá a sus hijos y familiares de regreso a sus casas”. A casi un lustro de esos sucesos, la realidad ha cambiado, Encinas presentó su renuncia para buscar acomodarse en el juego del ajedrez político de las próximas elecciones, para ponerse de oferta y ser elegido por algún político de su partido, bancada o algún compadre que necesite sus servicios como acompañante, asesor, coordinador o aplaudidor profesional.
El hueso laboral ha triunfado sobre el notable compromiso de develar la verdad, procurar las justicias y velar por ese principio de no repetición.
La atroz realidad no deja de horrorizarnos, un día sí y otro también la población sigue siendo flagelada, asesinada, ejecutada y desaparecida. Sin duda alguna, en la Cuarta Transformación seguimos padeciendo la misma indolencia, el desprecio y la mudez de los políticos tradicionales, esos que asumimos fenecieron en el pasado. La renuncia de Encinas significa para muchos, la muerte de una esperanza, una posibilidad para encontrar alivio a sus flagelos, encontrar la verdad y, posiblemente, un dejo de justicia.
Ya lo dijo Tocqueville: “el peor momento de un gobierno es cuando mejora”.
Indiscutiblemente, los gobernantes de la Cuarta Transformación, comenzando por el Poder Ejecutivo, han sido víctimas por elección, pues ellos mismos siguen obedeciendo al pasado, profesan la misma ideología que piensan restringir, esa ideología de la que, hasta hoy, con sobrada soberbia, siguen ignorando sus consecuencias.