Miércoles, marzo 19, 2025

¿Por qué matan a los periodistas?

En octubre de 1997 fui a Tijuana para participar en un encuentro de jóvenes escritores. La verdad es que me la pensé más de dos veces. Era una buena oportunidad para presentar mi trabajo como narrador, ya tenía publicada una plaquette y me sentía una wonder boy veinteañero. Pero era Tijuana, caray. A pesar del fuerte control que ejercía el Antiguo Régimen, llegaban noticias nada apacibles sobre la esquina de la patria.

Se sabía de tiroteos, del tráfico de drogas y de personas. Era un sitio caliente. La violencia tenía varios nombres propios. Tal vez no era buena idea viajar tanto para ir a leer cuentos. Tal vez una bala perdida llevaba escrito mi nombre. Y aunque a finales de los setenta, mi padre había trabajado en la sedienta Mexicali, esos eran otros tiempos. En poco más de 15 años se había podrido la situación. Era increíble lo que se veía desde el avión, esa larga cicatriz en forma de muro de lata, que separaba dos mundos: al otro lado, San Ysidro (con Y Griega) y más allá, San Diego, alguna vez territorios mexicanos, tan pasteurizados; de este lado, Tijuana. Era obligado ir a patear el muro, esperando que nadie empezara una balacera y me pegara un tiro mientras aguardaba el equipaje o atravesaba la carretera a Tecate, viendo de lejos la garita de Otay.

También recuerdo que mi padre me dijo: “En Tijuana hay burros pintados de blanco y negro para que parezcan cebras”. Y en efecto, en la avenida Revolución (O la Revu, como me dijo el extraordinario escritor de TJ Rafa Saavedra) allí estaban los burros pintados, listos para tomarse la foto, posando en la cantina más grande del mundo, repitió Rafa. “Nomás ten cuidado, compa”, me dijo cuando le pregunté a dónde ir. “Te ves muy foreigner”. Y además sin dólares. De todas fui a la Zona de Río, a la Plaza Río, porque de esas no había por aquí. Ni las hay. Nomás iba a ver. Ya había pasado el error de diciembre y el peso ya había valido queso. Gracias, Salinas. Gracias, Zedillo.

No hubo balazos.

Pero sí los hubo días más tarde, cuando ya estaba de vuelta en casa. Los hubo el jueves 27 de noviembre de aquel 1997, cuando sicarios atentaron contra el codirector y cofundador del semanario ZETA, Jesús Blacornelas. A pesar del cerco informativo, la relevancia del periodista hizo que la noticia llegara hasta acá. Debo aceptar que no tenía la referencia de lo que significaba ese medio de comunicación. Fue con el paso de los años que entendí lo que representaban ZETA y Blancornelas. Aquella vez Jesús la libró (hay una crónica estremecedora donde rememora el ataque), pero su compañero Luis Valero cayó abatido por las balas que le disparó un sicario “Trajeado y de corbata. Bigote bien recortado. Labios gruesos. Nariz achatada. Moreno. Lentes café obscuro con arillo plateado, tipo mosca. Peinado como yupie. No más de 35 años”.

Años antes, el 20 de abril de 1988, ya había caído el otro cofundador y director del semanario, Héctor Félix Miranda, el Gato, como le decían. “Impunidad marca su caso con el autor intelectual libre, sin investigar”, escribió Eduardo Villa, al recordar los 36 años de aquel atentado.

Pero los muertos los sigue poniendo ZETA, como nos explica la periodista de investigación y directora general de aquel Semanario, Adela Navarro Bello, en “20 años, una herida abierta. 2004: el asesinato del periodista Francisco Javier Ortiz Franco”, uno de los cuatro textos que dan forma al libro ¿Por qué los mataron? el acceso a la información. casos de periodistas que fueron víctimas en el ejercicio de su profesión, publicado por el Inai y que ahora nos convoca.

Con una precisión quirúrgica, Adela Navarro nos presenta las circunstancias que rodearon el asesinato de su compañero. Escribe Adela: “En México, a los periodistas los matan a sangre fría. Los asesinos los espían semanas antes de cometer el crimen; memorizan su rutina, analizan sus movimientos, los horarios en su vida pública, los lugares que visitan, hasta encontrar el momento que les es preciso para cometer el homicidio con total impunidad y escapar sin reparo. A veces los sicarios tienen el apoyo de agentes de las fuerzas públicas, preventivas, disuasivas o investigadoras. En otras ocasiones, actúan solos, con sigilo y anonimato, porque saben que no serán perseguidos por las autoridades de este país”.

La cita me parece pertinente y contundente, porque refleja la actuación de todos los agresores de periodistas: aquellos que ejecutan, y quienes los solapan o de plano los protegen, sean autoridades u otros dueños del poder. Francisco Javier Ortiz Franco fue atacado el 22 de julio de 2004, frente a sus hijos Daniel y Andrea, quienes sobrevivieron al atentado, pero con el dolor de ver morir a su padre.

Desde el principio quedó claro que la actividad de Ortiz Franco en ZETA era el móvil del ataque. Adela Navarro esboza tres líneas, relacionadas con trabajos de este abogado seducido por el periodismo: la mano de los Arellano Félix, la sombra de Heriberto Lazcano, capo fundador de los Zetas… y el empresario Jorge Hank Rohn, “junior de la política mexicana en la era del priísmo”; alcalde de Tijuana en 2004, y cuya “visa de turista de Estados Unidos [fue] retirada en 2009, y detenido por el Ejército Mexicano en 2011 por acopio de armas. Está libre, siempre protegido por el sistema político: el PRI que le vio nacer, el PAN que lo dejó crecer y ahora Morena que le permite seguir impune”.

Y como en prácticamente todos los casos donde se ha asesinado a un periodista, la justicia es otra de las víctimas. Apunta Adela Navarro: “Al periodista [Francisco Javier Ortiz Franco ] lo siguen victimizando. A 20 años de su crimen, nadie, asesinos ni materiales ni intelectuales, ha sido procesado. Su caso ha quedado en la total impunidad. De hecho, la carpeta de investigación del asesinato de Francisco Javier Ortiz Franco está perdida. Oficialmente lleva dos décadas inactiva.”. Impunidad, cuántos crímenes se solapan con tu nombre.

Esa misma tónica es la que recoge Yohali Reséndiz, quien da con la clave para responder a la pregunta que planea sobre el libro: “¿Por qué matan a los periodistas?”. Ella responde: por “incomodar”. Y agrega: “Los delitos que se comenten contra las y los periodistas mexicanos van encaminados a su exterminio: secuestro, desaparición, asesinato. Lo inaceptable es cuando la autoridad de turno busca minimizar la gravedad del asunto, e interpreta el crimen como pasional (en el caso de las mujeres) o sencillamente lo borra (en el caso de los hombres)”.

A continuación, ofrece un doloroso rosario de periodistas asesinados: María Ferral Hernández, directora y periodista del Diario Quinto Poder, en Papantla, ultimada el 30 de marzo de 2020; Samir Flores, director de la radio comunitaria de Amilcingo, Morelos, desde donde se opuso a la construcción de la termoeléctrica de Temoac, asesinado el 20 de febrero de 2019;  Francisco Pacheco Beltrán, atacado en abril de 2016, en Guerrero; y Gustavo Sánchez, ultimado en Santo Domingo Tehuantepec, Oaxaca, en junio de 2021. Reséndiz también recoge otro tipo de agresiones cometidas contra comunicadores de diferentes medios, en entidades como Baja California, el Estado de México y la capital del país.

Sin duda, una de las grandes virtudes de este libro es su combinación de relatos de esta naturaleza, con una óptica analítica, como la que aportan el director regional de Artículo 19, Leopoldo Maldonado, y José Carlos Nava, periodista, pero también académico. Hace algunos años, el periodista Carlos Avendaño, jefe de información de La Jornada de Oriente Tlaxcala, me dio un consejo implacable: nada puede contra un dato duro. Y tiene razón.

Esa contundencia se aprecia en el texto de Maldonado, que documenta los ataques sufridos por los representantes de los medios de comunicación durante años recientes, incluidos los de la 4T. A propósito del primer piso obradorista, recoge lo siguiente: “los mil 703 casos [de ataques] incluyeron a periodistas que cubrieron nota política y de corrupción; y 776 casos por cobertura de seguridad. La cobertura sobre derechos humanos ocupó el tercer sitio, con 379 ataques, seguida de la fuente de protesta y movimientos sociales, con 363; después, la cobertura del sector privado, con 117 agresiones; y, por último, 70 agresiones a periodistas que cubren temas relacionados con derechos a la tierra y el territorio”.

En tanto, José Carlos Nava, de la mano de conceptos como necromáquina y necropólitica, y apoyado en reflexiones filosóficas como las del historiador e intelectuales camerunés Joseph–Achille Mbembe, además de estudios hechos por militares estadunidenses, traza el panorama de guerra de baja intensidad que se libró en la Comarca Lagunera en dos periodos: 2007–2013 y 2014–2024. Quienes pasamos por Coahuila por aquellos años, sabemos de ese peligro.

Tras ese análisis, Nava recoge una serie de crudos testimonios de periodistas que vivieron para contarla (con perdón de Gabriel García Márquez). Y concluye así: “En México y sus distintas regiones predominan dos modelos de presión sobre periodistas y personal de prensa: el de la para legalidad criminal sustentada en un necropoder inherente a la necromáquina y la necropolítica, y el relativo al ejercicio real del poder desde una perspectiva en que se despliegan prácticas semidemocráticas, propias de regímenes políticos híbridos más cercanos a un autoritarismo democrático”

Otra vez con perdón de García Márquez, muchos años después, la cosa ya lleva rato pudriéndose.

Claro que ahora hay formas más sutiles de coacción: por ejemplo, cerrar la llave a la publicidad gubernamental, que en realidad es propaganda proselitista para quien se ha adueñado del erario y lo maneja como si fuera su patrimonio. Aunque en realidad la lección es vieja, como nos recuerda Vicente Leñero en Los periodistas, su novela de no ficción donde narra el asalto al Excélsior de Julio Scherer. Aún sigue sonando la máxima del poder autoritario del Antiguo Régimen de la necropolítica: “No pago para que me peguen”. Ahora ese antiguo régimen se ha trasmutado y se ha robado la piel del cordero. Un cordero con fauces de tiburón y un código genético de lobo voraz. Vaya kimera esta.

Vivimos en una sociedad esquizofrénica, que por un lado permite que X aumente hasta en 50 por ciento los ataques de odio, pero en cambio censura, persigue y reprime a los periodistas, censurando la transmisión de noticias desde zonas en conflicto, como ha ocurrido en la guerra de Gaza.

Pero esa violencia se ha generalizado. Quién en este país no ha sido víctima de un acto violento, de una agresión, de una extorsión. Pocos, realmente muy pocos tienen esa fortuna. Hay una violencia creciente, uno de cuyos catalizadores podríamos encontrarlo en 1994, cuando el Antiguo Régimen entró en su última crisis.

Sin embargo, de esos años turbulentos no surgió un mejor país. La alternancia en Los Pinos y en casi todos los estados no trajo la democracia. A cambio, se consolidó un sistema podrido, con la colusión de los dueños del poder. Por eso sigo creyendo, quizás de forma ingenua, que el periodismo sirve para denunciar los abusos del poder.

Silencio y estridencia son las dos respuestas más comunes al trabajo periodístico serio, profundo, sustentado en la investigación. Ese que incomoda a la gente del poder político, del poder económico, de los poderes fácticos. Es claro que padecemos la paradoja de vivir en una sociedad hiperinformada víctima de la desinformación. Y parece que todo se pondrá peor en los siguientes años, dándole la razón a Terry Eagleton, quien reflexiona así: “El mal es ininteligible […] no guarda relación con nada que esté más allá de sí mismo, ni siquiera con una causa”. Parece que son los tiempos de este tipo de mal, crudo y sin sentido.

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