“México es un polo excéntrico de Occidente”, escribió Octavio Paz para denotar la singularidad de este país. Paz cayó en la trampa tendida desde el siglo XVIII por los jesuitas novohispanos, como Francisco Xavier Clavijero, quienes se obsesionaron con construir un relato que exaltara la unicidad mexicana.
Durante casi dos siglos, las élites intelectuales, primero las novohispanas y luego las mexicanas, levantaron un frágil edificio cimentado sobre la podrida madera del nacionalismo, que nació viejo. La sentencia de Octavio Paz es una suerte de corolario intelectual, que echó raíces en algo a lo que podríamos llamar el “espíritu nacional”, y que cristalizó en otra frase: “Como México no hay dos”. He ahí la dicotomía del “nosotros” versus “ellos”.
Pero concedamos la razón a Paz.
Bajo esa línea argumental, se debe entender la singularidad de Tlaxcala. Casi todos los historiadores enfocados en el periodo virreinal se detienen en el caso tlaxcalteca. La mayoría identifica que la provincia era una excentricidad por la relación política que tuvo con la Monarquía. El puente era directo. Cartas y delegaciones tlaxcaltecas cruzaron varias veces el Atlántico, siempre para defender los privilegios de la élite india. Pero a pesar de esos esfuerzos, poco a poco fueron perdiendo prerrogativas.
Aun así, una y otra vez insistieron en hacer valer el añejo pacto de 1519 establecido con Cortés, y que desembocó en la aniquilación de la Triple Alianza y el fin de una civilización, o al menos de su forma de hacer política, de sus relaciones económicas y, fundamentalmente, de su entramado religioso, por más que se diera una forzada conversión al cristianismo; era frecuente que los frailes misioneros miraran para otro lado cuando percibían algún tufillo pagano en las formas de celebración de los nuevos conversos. Aunque de tanto en tanto castigaban a quienes se resistían a abandonar sus antiguas creencias.
A la luz de esta reflexión, se puede afirmar que Tlaxcala es el polo excéntrico de México. Y esa excentricidad se materializa de muchas formas. Una de ellas es la participación política. En Tlaxcala todo mundo se siente general. Casi nadie acepta una condición de subordinado. O si alguien la acepta, de inmediato busca a un grupo de subordinados.
El llamado Senado de Tlaxcala, que era una suerte de cuerpo consultivo que sustentaba a la tetrarquía, al parecer se convertía en un ente colegiado, donde se ventilaban los asuntos que afectaban a la colectividad. Esa práctica, que tomaba el parecer de los señores de los altepeme más pequeños, le ha dado a la gente de Tlaxcala un papel sumamente activo. Si no era una democracia —porque la gente no elegía a ninguno de los mandatarios—, sí era una organización política muy abierta al disenso y a valorar las mejores opciones a partir de los acuerdos. Ahora lo llamaríamos politización, ciertamente restringida a las élites, pero que trascendía a estamentos inferiores. Tal vez el Parlamento británico sería lo más parecido al llamado Senado tlaxcalteca.
Este interés en los asuntos públicos ha convertido a la gente de Tlaxcala en un colectivo muy participativo, como lo muestran los altos niveles de votación en las últimas 10 elecciones, incluidas las intermedias. Sin embargo, la última reforma electoral de gran calado ha hecho que cada proceso ponga en juego cargos importantes: la Presidencia de la República o la gubernatura; el control del Congreso local, o la elección de legisladores federales, sean diputados o senadores. Y por supuesto los espacios que se disputan con más fiereza y cercanía e involucramiento de la gente: las presidencias municipales y las de comunidad.
Por eso no deben llamarse a engaño los cuatroteístas que presumen los millones de votos de la elección de los poderes judiciales. El muy politizado ciudadano de Tlaxcala expresó claramente su repudio a este proceso.
Un gesto de rechazo fue darle la espalda a la elección: simplemente no se tomó la molestia de ir a las urnas (tal vez porque no percibió un beneficio directo, sea en forma de dinero o de algo más jugoso, como un cargo público para sí o para sus allegados). La participación fue bajísima.
Pero el otro gesto es más claro y contundente: el alto porcentaje de votos nulos, superior al de otras elecciones y que está más allá de la complejísima forma de votar o de los acordeones, ese “elefante en la sala” que denunció el consejero Arturo Castillo. Marx tenía razón: esta repetición de la historia es una farsa… que puede acabar en tragedia.