Jueves, julio 17, 2025

Mujeres autistas silenciadas por la psiquiatría (II de V)

Desde muy niña supe que no era igual, dice Ida García (autismo nivel de apoyo 2, TDAH tipo combinado y AACC), incluso le bromeaba a mi hermano que quizá yo era uno de los alienígenas que tanto le gustaba ver en la tele (mi hermano mayor es autista, de los que “no se le nota”). No jugaba casi con mis vecinitos, y cuando jugábamos, amaba jugar a las escondidas y pasar mucho rato sola, sin que me vieran, conmigo misma.

No era la típica niña de 5 años, desde los 3 quise ir a la escuela, me escapé para ir, a los 5 ya leía bien y estaba desarrollando mis habilidades musicales, era la matadita del grupo, la que todos los maestros querían de alumna porque siempre fui buena niña; pero, a la vez, a la que las niñas de su generación le acosaban y humillaban por “rarita”, a la que le hacían fiestas de cumpleaños pero que se escondía a la hora de la piñata y de las mañanitas y gritaba para que todos se fueran de su espacio.

Sí, esa que se graduó con promedio de 10 de la primaria, que en la secundaria era “la dark”, a la que los maestros perseguían por ser diferente y sus compañeros gozaban de reírse de mi estrabismo y mis ecolalias, la misma que se cansó y le rompió la nariz a su acosador.

Pasando por psicólogos y psiquiatras que solo me decían “es que deberías aprender ajustarte, tu rebeldía no tiene sentido” y por ende en la preparatoria hasta el director se unió a mis haters. Un primer diagnóstico a los 19: TLP, pero que los mismos que me evaluaban tampoco estaban seguros de ello, pero les era más cómodo escribirlo y no ahondar más, y el pretexto perfecto para una docente nada ética para exhibirme frente a la clase y causarme un meltdown, una docente en la carrera de psicología, una “colega”.

No puedes tener autismo porque tienes empleo, eres madre

A los 21 vino otro: Bipolar tipo 2, pero que tampoco se explicaban mis pobres habilidades sociales, mientras acudía con una terapeuta con la que compartí sentir no encajar ni sentirme como una “niña”, y por ende decidió que lo mejor era enseñarme a caminar “como una damita”.

A los 24 nuevamente como borderline con ansiedad; aprendí a enmascarar más al trabajar en un hospital, hospital donde veía niños varones con “asperger” y “autismo disfuncional”, niños con los que me sentía cómoda de ser yo, pero me sentía rara y dudosa de pensar que era igual que ellos porque yo sí hablaba, porque mi jefa insistía que el autismo no tenía voz, que el autismo se veía en hombres. A los 28 nuevamente me diagnostican como bipolar porque vivía con “arranques emocionales”, y se le añadió depresión mayor.

En un momento, a mis 33 años, busqué ayuda en el hospital Morelos, en ese entonces estaba bajo proceso de autorreconocimiento y pude detectarme en un burnout autista; sin embargo, para el hospital no era más que una “border” con una fuerte crisis y mencionaron que no me dejarían ir ya que era un peligro para mí misma, cuando jamás mencioné o expresé hacerme daño, pero era lo más cómodo, encerrar a la border y callar a una autista. Mencioné la palabra autismo a un psiquiatra hombre, el cual solo me contestó “¿disfrutas de la atención de hacerte la discapacitada?”, invalidando mi sentir y comentando que no podía “padecer” autismo porque tenía un empleo y fui casada. Dos semanas después busqué ayuda en otro hospital del IMSS, donde nuevamente, psiquiatra varón mencionando “no puedes tener autismo porque vas al gimnasio, tienes empleo, eres madre, fuiste casada y tienes un discurso muy elocuente” y nuevamente… ¡Borderline!

No se capacitan para atendernos, pero tienen el poder de medicarnos

Las instituciones son buenas amigas cuando eres varón, blanco, hetero, cis; las instituciones te ayudan a tener tu diagnóstico si te balanceas todo el tiempo y eres no verbal; son tus mejores amigas si tus padres van contigo y se quejan de tu “triste vida”; pero te reducen a un payaso amante de la atención si eres un adulto que busca respuestas para tener una mejor vida y dejar de culparte por tus diferencias. Ahorré para empezar mi proceso diagnóstico por la vía privada, donde ¡Oh sorpresa!, siempre fue mi autismo lo que me hacía diferente, aunándose TDAH, altas capacidades y obviamente, el bagaje existencial me dejó trauma complejo, depresión mayor y rasgos de personalidad límite. El diagnóstico debería ser un derecho humano, debería ser accesible a todxs y no opacado por el sesgo de género.

Mi camino por la psiquiatría ha sido un infierno, expresa Giss Dian (mujer autista, con TDAH, autodefensora y creadora de contenido). Pasé por múltiples diagnósticos erróneos y me recetaban medicamentos sin escuchar realmente mi situación. Si no mejoraba, simplemente me recetaban más y desestimaban mis opiniones. Cuando le comenté a mi psiquiatra del IMSS que sospechaba tener TDAH y que podía estar relacionado con mi estado actual, simplemente respondió: “No”. Sin explicaciones.

Fue un proceso muy desgastante, pero la peor experiencia fue cuando llegué a urgencias en plena crisis, con ideación suicida intensa. Me mandaron con el psiquiatra en turno, quien me mandó a decir con la enfermera que “por esa vez” haría la excepción de atenderme, como si fuera un favor. Me mantuvo en la sala de espera desde las 2 p.m. hasta las 9 p.m., mientras yo intentaba contener la crisis y regularme sola.

Cuando finalmente me recibió, su actitud fue pedante, burlona e invalidante. Le reclamé, y me regañó por decir groserías, lo que terminó por detonarme una crisis aún más fuerte. Pateé el bote de basura hacia él y salí completamente desorientada, sin saber cómo salir del hospital, a pesar de conocerlo bien.

Un grupo de enfermeros que terminaban su turno me contuvo. Todo mi cuerpo temblaba. Me llevaron de nuevo a urgencias, donde una amiga me recogió. Mi crisis nunca fue atendida. Tuve que enfrentarla sola en casa, al cuidado de mi hijo.

El diagnóstico no es un privilegio ni un favor

Mientras el sistema de salud continúe operando bajo la lógica del prejuicio, las mujeres autistas seguirán siendo negadas, patologizadas o simplemente ignoradas. Los testimonios aquí compartidos nos obligan a replantear de forma urgente los criterios diagnósticos, la formación de profesionales de la salud mental y la profunda deshumanización que atraviesa cada consulta negada y cada etiqueta impuesta sin escucha.

El diagnóstico no es un privilegio ni un favor. Es una herramienta para vivir mejor, para dejar de culparse, para entenderse y ejercer autonomía. Negárselo a una mujer por no cumplir con los estereotipos de género o por tener un lenguaje verbal fluido es una forma de violencia institucional.

Es tiempo de exigir políticas públicas que garanticen el acceso equitativo al diagnóstico del autismo y otras neurodivergencias desde una perspectiva de género. Porque si el diagnóstico llega tarde, mal o nunca, las consecuencias no son solo médicas: son vitales. Y no podemos permitir que más mujeres sean expulsadas de su propia historia por un sistema que aún se niega a verlas.

La historia médica está llena de omisiones, y una de las más persistentes es la invisibilización del autismo en las mujeres. Durante décadas, el modelo diagnóstico estuvo centrado en la experiencia masculina, con criterios diseñados para identificar a niños varones blancos, cisgénero y con manifestaciones conductuales estereotípicas. Este sesgo ha tenido consecuencias devastadoras: miles de mujeres pasaron su infancia, adolescencia y vida adulta sin diagnóstico, patologizadas, etiquetadas de “borderline”, “inestables”, “histéricas”, y medicadas en exceso sin que se escucharan sus verdaderas necesidades.

Los testimonios no son casos aislados: son parte de una realidad compartida por miles de mujeres autistas en México y en el mundo. Son relatos dolorosos, pero necesarios, que evidencian cómo la ignorancia médica y el machismo institucional operan juntos para negar la existencia del autismo femenino, invalidar la experiencia subjetiva y obstaculizar el acceso a una atención digna.

Esta columna es parte de una serie que busca visibilizar los daños estructurales que provoca el sesgo de género en el diagnóstico neuropsiquiátrico. En esta entrega, dos mujeres autistas relataron su recorrido por el sistema de salud, uno plagado de violencias, maltrato y negación, que demuestra que ser mujer, autista y adulta en México es, todavía, una triple condena al silencio.

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