Tenemos muy poco claro cómo era la apariencia física de Miguel Hidalgo. Hasta donde sabemos, ninguna de las pinturas y grabados que han llegado hasta nosotros se hicieron en vida del cura revolucionario, con la excepción de un cuadro que habría sido pintado hacia finales del siglo XVIII. Apunta Gonzalo Obregón: “Tenemos que hacer notar que no hay, en realidad, un retrato del que podamos decir con absoluta certeza que sea el retrato auténtico de Hidalgo”.
Hay sí varias descripciones por escrito. La más conocida es la que hizo Lucas Alamán en su Historia de Méjico (sic). Escribe el ideólogo conservador: “[Hidalgo] era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, como que pasaba ya de sesenta años, pero vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos; de pocas palabras en el trato común, pero animado en la argumentación a estilo de colegio […] Poco aliñado en su traje, no usaba otro que el que acostumbraban entonces los curas de los pueblos pequeños”.
El retrato de Alamán se antoja bastante fidedigno. El historiador refiere que Hidalgo era un asiduo visitante a la ciudad de Guanajuato, a donde se desplazaba desde Dolores, el pueblo donde oficiaba como cura. De hecho, Alamán vivía en aquella importante ciudad del Bajío cuando estalló el levantamiento encabezado por Hidalgo, Allende, Aldama y Abasolo. Por ello, atestiguó la violenta toma de la Alhóndiga de Granaditas y la posterior masacre de españoles. Ese episodio iba a marcar la ruta que seguiría Alamán el resto de su vida.
Don Lucas no escatima vituperios contra el alzamiento y sus protagonistas, aunque con Hidalgo es particularmente feroz. Apunta que el futuro caudillo era conocido como “el Zorro”, nombre que “correspondía perfectamente a su carácter taimado”. Implacable, presta oído a decires que describían a Hidalgo como alguien fatuo, que incluso había perdido cuatro mil pesos en apuestas, dinero que le había sido entregado por el Cabildo Eclesiástico de Valladolid para pagar “gastos y propinas del grado de doctor”.
Aunque le reconoce algunos logros, Alamán insiste en retratar a un Miguel Hidalgo “poco severo en sus costumbres y aún no muy ortodoxo en sus opiniones”. Pero donde más insiste es en el desastre ocasionado por la revolución comandada por el sacerdote y el resto de los conspiradores de Querétaro.
Juzga con severidad las matanzas, los asaltos a las haciendas y la destrucción del tejido social. Para Alamán, los insurgentes era unos meros bandoleros y desarrapados, provenientes de las llamadas castas, prestos para el pillaje y la desolación al grito de “Viva la virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”, que nunca dejó de impactar al escritor. Se trataba de hordas sin ningún tipo de organización, en las que “muy pocos tenían pistolas o carabinas”. El primer ejército popular mexicano daba más la impresión de ser una masa informe, sin organización ni liderazgos.
“Todo ese desconcierto desacreditaba la revolución y él y los saqueos y crímenes que en todas partes la acompañaban”, sentencia Alamán. Al tiempo que se burla de los grados militares inventados por los rebeldes (cita el caso del título de coronel de coroneles y de brigadier de brigadieres), el guanajuatense arremete contra el hambre de puestos y empleos que despertó la revolución encabezada por el cura.
Para el futuro secretario de Estado, la guerra representó la ruina de la Nueva España, que gozaba uno de sus mejores momentos, a pesar de la exacción cometida por la metrópoli a través de una serie de reformas económicas y políticas. Hidalgo y los suyos, concluye Alamán, fueron una auténtica maldición.
Paradójicamente, no solo el conservador tenía una opinión desfavorable sobre la persona de quien ahora llamamos padre de la patria, quien nació el 8 de mayo de 1753. José María Luis Mora, el faro ideológico de lo que acabaría siendo el bando liberal, también hace un áspero enjuiciamiento de Hidalgo.
En uno de sus “Retratos”, Mora pinta así al caudillo: “este hombre no era ni de talentos profundos para combinar un plan de operaciones, adaptando los medios al fin que se disponía ni tenía un juicio recto y sólido para pesar a los hombres y las cosas, ni un corazón generoso para perdonar los errores y preocupaciones de quienes debían auxiliarlo en su empresa o estaban destinados a contrariarla”.
Para Mora, la rebelión iniciada el 16 de septiembre de 1810 fue “perniciosa, destructora y desordenada”, aunque acepta que era necesaria. Achaca a la falta de capacidades de Hidalgo el desastre que tuvo en vilo al país durante poco más de once años.
A final de cuentas, Alamán y Mora entienden que el parto del país ha sido extremadamente doloroso, pero sobre todo sin que se cumplieran las altas expectativas que tenían los criollos que iniciaron y finalizaron la guerra. La realidad acabó dando mazazos a la élite criolla, rebasada en todo momento por la inercia creada durante el conflicto, a lo que se sumó la hostilidad de España, Francia y, sobre todo, Estados Unidos, que casi engulle al naciente país. Es casi un milagro que el país se mantuviera después de las crisis de 1823, 1836 y 1848. Y esa desazón acabaría por marcar buena parte del espíritu nacional.
En tanto, Hidalgo tuvo que esperar hasta la llegada de Porfirio Díaz para ver plenamente reivindicada su figura. Fue durante el mandato del oaxaqueño que se dio un proceso de canonización laica de Miguel Hidalgo, que el régimen emanado de la Revolución de 1910 iba a mantener, y que más o menos se ha conservado hasta nuestros días.