Emilio Maceda Rodríguez
“… que digan que estoy dormido, y que me traigan aquí…”, dice la canción atribuida a Chucho Monge y que ha sido interpretada por múltiples cantantes. Esta canción la entendí por primera vez al escucharla en una fiesta mexicana en Nueva York, cuando vi los mariachis, el canto de los paisanos y las lágrimas en los ojos de algunos al recordar la tierra que dejaron atrás… muchos años atrás, me hicieron reflexionar en lo cerca y, a la vez tan lejos, que estaba de México. Aquellos paisanos extrañaban su tierra, aquella donde vive su familia o parte de ella; el pueblo… su pueblo, que quizá no volverán a ver.
José Pérez murió por coronavirus en Nueva York. Nacido en México, emigró a principios de los noventa a los Estados Unidos “porque en el pueblo la vida era muy dura y no alcanzaba para comer”. El cruce de la frontera fue difícil, el coyote los dejó abandonados a medio camino y después de vagar por cuatro días en el desierto de Arizona, rogando que la migra los encontrara, llegaron a un rancho donde les dieron agua y les permitieron llamar a sus familiares. Les mandaron dinero, otro contacto fue por ellos y días después lograron tomar un avión que los llevó a Nueva York. Esa fue la primera vez que vio de cerca a la muerte, de verdad sintió miedo.
En Nueva York vivió en un pequeño departamento con otros cinco “compas” de su pueblo, comenzó a lavar platos y poco a poco pagó sus deudas por el viaje y pudo mandar unos dólares a su familia. La vida era dura, pero las ganas no le faltaban, así que buscó trabajar en las noches limpiando oficinas.
Varias veces lo asaltaron al volver del trabajo, y una vez lo alcanzaron a picar con una navaja. Entonces sintió el frío y la humedad de su sangre, llegaron los paramédicos, y “aunque la vio cerca logró brincarla”.
Cuando llegó el coronavirus y comenzaron a crecer los casos en Nueva York, José fue de los primeros en ser enviado a casa. A mediados de marzo empezaron a cerrar los restaurantes y las oficinas. De pronto no tenía ingresos, ya no podía enviar dinero a su familia, sus ahorros disminuyeron con los días y la ansiedad de no tener trabajo hizo efecto en él.
Sin papeles, sin trabajo, con la necesidad de tener un ingreso para poder sobrevivir y, al mismo tiempo, seguir enviando a su familia el dinero al que estaban acostumbrados, buscó trabajo de lo que fuera. Lo encontró haciendo delivers (entregas) para una Deli grocery, una tienda mexicana que entregaba alimentos a domicilio para evitar que sus clientes salieran.
Para finales de abril comenzó a sentirse mal. Fiebre, dolor en el cuerpo, una tos que no se le quitaba y el cansancio lo aquejaban, sus amigos le recomendaron ir al médico. Ya no lo dejaron salir. Tenía todos los síntomas y, dos días después, los resultados de una prueba lo confirmaron: positivo a Covid–19.
Sus amigos no volvieron a verlo, una semana después les informaron que había fallecido y que alguien debía hacerse cargo del cuerpo para que no fuera a la fosa común de la Isla de Hart, cerca del Bronx. Comenzó entonces un nuevo problema para los familiares y amigos de José Pérez, ¿cómo hacerse cargo de su funeral? Le avisaron a su familia en México y, tras los sollozos de su madre, les dijo que quería el cuerpo de su hijo para que lo sepultaran en el pueblo, como era la tradición.
Si antes de la pandemia enviar el cuerpo de un familiar o amigo de Nueva York a México era complicado, pero posible, con el coronavirus todo cambió. La gran cantidad de muertos en Nueva York saturó las funerarias, y la recomendación del Consulado es cremar los cuerpos para facilitar un poco su traslado. En el pueblo de José Pérez eso va contra la tradición, “eso de quemar a los muertos no es de dios” y “no van a poder entrar al cielo”. Su madre lloraba sin consuelo, mientras sus otras hijas e hijos trataban de convencerla de que era la única forma de volver a tener a José con ellos.
Les avisaron que el costo de la cremación más bajo era de unos mil 500 dólares, sin contar otros gastos como el transportar el cuerpo desde el hospital hasta la funeraria, la urna para trasladar las cenizas, la tarifa aérea para la repatriación, unos impuestos que tenían que pagar en la ciudad, y el certificado de defunción. ¿De dónde obtener ese dinero?
Los amigos pidieron ayuda al consulado mexicano, aunque otros paisanos les dijeron que ellos no habían tenido suerte. El consulado respondió que solo un porcentaje del dinero podía aportarlo el gobierno mexicano, el resto deberían juntarlo ellos. Comenzaron a pedir apoyo entre la comunidad, algunos dieron 10… 20 dólares, pero sin trabajo y con sus propias deudas y necesidades, era difícil dar más. Les recomendaron usar las redes sociales. Hicieron una publicación en un sitio de internet especializado en recaudaciones, donde el nombre de José Pérez, con su fotografía, compartió un espacio junto a cientos de nombres y otras peticiones.
Una semana después, con el apoyo de algunas organizaciones y personas que donaron, lograron juntar 2 mil 500 dólares. El cuerpo de José tuvo que esperar cuatro días en la funeraria, hasta que llegó el turno de ser cremado. Entregaron a sus amigos la urna con sus cenizas y durante nueve días “le hicieron su rosario”. Para que pudiera estar “presente” su familia lo transmitieron en vivo por una red social de internet.
En el celular de uno de sus amigos se escucha el coro: “México lindo y querido, si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí”. Hoy las cenizas de José reposan en la urna, en un altar improvisado en el departamento que habitó durante más de 25 años, en espera de poder volver a México.