La Enciclopedia Británica asienta que la expresión “Destino Manifiesto” se debe al periodista John L. O’Sullivan, quien la presentó “en la edición de julio–agosto de 1845 de The United States Magazine y Democratic Review” (órgano del malhadado Partido Demócrata). En diciembre de ese año, O’Sullivan amplió la idea en el New York Morning News, invocando “el derecho de nuestro destino manifiesto a extendernos y poseer todo el continente que la Providencia nos ha dado para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno federado que se nos ha confiado”. La idea rezuma un insoportable tufillo teológico.
Bajo esta doctrina, mezclada con la acuñada por James Monroe de “América para los americanos”, las élites de Estados Unidos justificaron su agresiva política expansionista. En realidad, O’Sullivan verbalizaba una conducta que ya había dado magníficos frutos.
En 1803, Thomas Jefferson había comprado Luisiana a Napoleón por la bicoca de 15 millones de dólares (según officialdata.org, esos 15 millones de dólares equivalen a 418 millones 796 mil 17 dólares con 70 centavos actuales. En otras palabras: una verdadera ganga. El acre salió de a 4 centavos, ya que fueron 828 mil millas cuadradas. Lo dicho: una ganga. Gracias, Napoleón.)
Para 1819, la agobiada España tuvo que ceder a las presiones estadunidenses para “venderle” la Florida. Con el tratado Onis–Adams, España cedía la península, a cambio de conservar el control sobre Texas, también disputada por Estados Unidos porque querían incluirla en el paquete de Luisiana. El tratado establecía que España recibiría 5 millones de dólares. En realidad, se quedó sin nada, porque el dinero se usó para apaciguar reclamaciones de estadunidenses. Otro negocio redondo para Washington. Y aún no se formulaba el Destino Manifiesto.
La siguiente víctima fue México. Infestada de colonos estadunidenses protestantes, Texas había proclamado su independencia en marzo de 1836. Los texanos anglos alegaban que formaban una nación aparte, además de ser víctimas del olvido y descuido por parte de las autoridades centrales mexicanas. Antonio López de Santa Anna armó un ejército como pudo y derrotó a los texanos en varios encuentros de armas; el más célebre fue la toma de El Álamo, que ha pasado a formar parte de la mitología texana y estadunidense (“Remember El Alamo!” se convirtió en una mantra).
Un descuido a orillas del río San Jacinto —si uno es bien pensado y condescendiente con Santa Anna— originó el desastre texano. Prisionero Santa Anna (que también era presidente del país), aceptó reconocer la independencia texana ante Samuel Houston; aunque luego se desdijo, de nada sirvió. El territorio robado entró en la esfera de influencia de Estados Unidos, que se anexó a la República Texana en 1845. Y ese fue el año del Destino Manifiesto. Ya bajo esa doctrina, Estados Unidos provocó la guerra con México, al que acabó arrebatando los territorios que siempre había ambicionado: California y Nuevo México.
Ahora, los halcones que están por posarse de nueva cuenta en Washington (¿será que alguna vez se han ido?) muestran las garras y reivindican esas añejas y agresivas ínfulas expansionistas. A veces la historia parece que sí se repite.