Legislativo: Una comedia en tres actos. En el majestuoso escenario que se encuentra frente a la plaza Juárez se reúnen la familia mestiza, los tianguistas y los marchantes para ver la nueva temporada del teatro de la soberanía.
La producción es del gobierno del estado. Se estrena como director el secretario de Gobierno. Se presentan tres actos. Cada uno representa un año de intenso quehacer legislativo… o al menos eso prometen. ¡El espectáculo está por comenzar!
Sábila y Teutila producidas para la ocasión, vestido largo como si fueran al antro que alguna vez existió en la terraza del Museo de Arte. Margarito y Jicotencal mercan trajes de dos piezas para verse como funcionarios públicos del Legislativo. Las y los tianguistas y marchantas van de ropa de chamba y de informales porque es sábado de tianguis.
Se levanta el telón
Con bombos y platillos, 25 diputados –15 mujeres y nueve hombres– hacen su entrada triunfal. Vestidos con sus mejores galas –trajes y vestidos nuevos mercados en la boutique de los martes en Texmelucan– desfilan por la alfombra roja del Palacio Legislativo. El aire está cargado de promesas y buenas intenciones.
En el reparto, se observa una curiosa amalgama: 20 actores principales, todos de la misma empresa, aunque con diferentes disfraces. Siete de Morena, tres de Fuerza por México, tres de Nueva Alianza, tres del PVEM, dos del PT y dos de Redes Sociales Progresistas. Una diversidad aparente que se desvanece en el primer acto de la obra.
Los otros cinco, con pequeños papeles de reparto, se prorratean entre PAN, PRI, PRD, MC y PAC. Quizás están ahí para dar la ilusión de pluralidad, o tal vez solo para que alguien aplauda desde las gradas cuando el guion así lo requiera.
El elenco proclama con fervor que vienen a “servir al pueblo”. Juran solemnemente cumplir y hacer cumplir la Constitución, como si recitaran los diálogos de una obra clásica que todos conocen de memoria. El público aplaude, conmovido por tanta devoción democrática.
Pero no se engañe, querido espectador. Este primer acto es solo el prólogo de una trama que ya conocía. Como dijo un sabio trabajador del Congreso: “Ojalá así lleguen siempre a trabajar”.
El nudo de la trama
Conforme avanza la obra, el maquillaje se corre y los verdaderos personajes emergen. Aquellos que juraron ser la voz del pueblo olvidan sus líneas. En lugar de “expedir las leyes necesarias para la mejor administración y gobierno interior del estado” o “reformar, abrogar, derogar y adicionar las leyes o decretos vigentes”, los protagonistas se embarcan en una búsqueda frenética de reflectores y aplausos fáciles.
La gestión social se convierte en el nuevo guion no escrito. Las y los diputados, cual Robin Hood se dedican a repartir despensas y prometer obras, olvidan convenientemente que su papel principal debe ser el de legislar. ¿Para qué molestarse en leer la Constitución cuando pueden salir en la foto cortando un listón?
Mientras tanto, entre bambalinas, se desarrolla el verdadero drama. El director ejecutivo, cual titiritero de Rosete Aranda, mueve los hilos con destreza. Los 20 diputados de la mayoría, que en el primer acto presumían de diversidad, ahora se mueven al unísono, como muñecos sin alma en una coreografía perfectamente ensayada.
“El poder público del Estado se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial”, reza la Constitución. Pero en este segundo acto, esa división parece tan real como los decorados de cartón piedra que adornan el escenario. La colaboración y corresponsabilidad de la que tanto se habla en el primer acto se transforma en sumisión apenas disimulada.
Y así, mientras el público se distrae con el espectáculo de la gestión social, las verdaderas decisiones se toman tras el telón, lejos de los ojos curiosos de la ciudadanía. La trama se complica, pero el desenlace, es tan predecible…
Se anticipa el desenlace
Llega el tercer y último acto de la obra. El tiempo pasa y las y los flamantes diputados muestran el cansancio de tres años de intensa… ¿legislación? No, más bien de intensa gestión social y obediencia ciega.
El escenario, que en el primer acto brilla con luz propia, ahora está descolorido. Las promesas de cambio y renovación se desvanecieron como el maquillaje bajo las luces del escenario. Pero no se preocupen, pues, aunque los actores estén cansados, el show debe continuar.
En este acto final, las y los diputados se apresuran a aprobar leyes y reformas, que, curiosamente, siempre se alinean con los deseos del Poder Ejecutivo. La mayoría de 20 diputados se mueve con la precisión de un cuerpo de baile bien entrenado, levantando la mano al unísono cada vez que se requiere un voto.
Los cinco diputados de la oposición interpretan su papel con resignación. Protestan, debaten, incluso alzan la voz de vez en cuando, pero al final, su papel en esta obra es más decorativo que sustantivo. Como actores secundarios, aparecen en el fondo de la escena, para llenar el espacio, pero sin líneas importantes.
Y así, entre aplausos forzados y sonrisas de plástico, la obra de la soberanía llega a su fin. El telón cae, no sin antes presentar una última escena: las y los diputados, orgullosos de su labor, se felicitan mutuamente por haber “servido al pueblo” durante tres años.
El público, es decir, los ciudadanos, se quedan con una sensación de esta obra: ya la vi. Sí, claro que sí. Cambian los actores, cambian los nombres de los partidos, pero el guion es el mismo cada tres años. Donde antes reinaba el PRI con su mayoría aplastante, ahora es Morena quien lleva la batuta. Las siglas cambian, pero el guion es el mismo.
La reflexión de los tianguistas
Y aquí estamos, al final antes de comenzar, viendo una tragicomedia en tres actos. Reímos para no llorar, nos sorprendemos, aunque no tanto, y toca pensar.
¿Es este el “teatro político” que se quiere? ¿Se conforman con ser meros espectadores pasivos de una obra cuyo final conocen de antemano? ¿O es hora de que se exija un cambio en el guion?
Porque, no hay que olvidar, en la gran obra de la democracia, los ciudadanos no son solo el público. Son también los productores, los críticos y, si así lo deciden, pueden ser los que reescriban el libreto.
Quizás sea hora de recordarle a los actores–diputados que están ahí para representar los intereses de la ciudadanía, no para seguir ciegamente el guion que les dicta el director–ejecutivo. Quizás sea momento de exigir que el Poder Legislativo sea realmente un contrapeso, y no un mero coro que repite las líneas que le dictan.
La próxima vez que se levante el telón para una nueva Legislatura, ¿qué obra quieren ver? ¿La misma comedia de siempre, o se atreverán a exigir un drama más edificante, donde la separación de poderes sea más que una frase bonita en la Constitución?
La decisión, lector–espectador–ciudadano, está en sus manos. Porque al final, en esta gran obra que es la democracia, todos tienen un papel que interpretar. Y es hora de que tomen su papel en serio.