Las llamas de la sed. No miren al cielo buscando explicaciones simples para el fuego que calcina Tlaxcala estos días. No es el clima, no es un accidente aislado. Es el rugido del motor de nuestra propia distopía arrancando.
Las llamas que devoran nuestros cerros son las bengalas que iluminan el paisaje desolador que hemos construido: bienvenidos a nuestra propia versión de Fury Road, donde el agua es veneno y la tierra, polvo.
Estamos en guerra, pero contra nosotros mismos. Libramos una batalla brutal y suicida contra nuestros propios recursos hídricos. Perforamos más y más profundo, succionando las últimas gotas de acuíferos exhaustos como parásitos desesperados. Y lo poco que queda en la superficie, lo envenenamos con una indiferencia criminal.
El Zahuapan no es un río; es la cloaca abierta de nuestro fracaso, un testigo líquido y fétido de la contaminación impune que corre por las venas de esta tierra agonizante. ¿Las plantas de tratamiento? Una farsa cruel, costosos monumentos a la inoperancia, la mayoría escupe de vuelta la misma podredumbre que recibe.
Este paisaje de sed y veneno se refleja en la tierra misma. Los suelos, erosionados hasta el esqueleto, ya no abrazan la vida, sólo se agrietan bajo el sol implacable. Los bosques, diezmados por la tala y la indiferencia, son apenas fantasmas espectrales de lo que fueron. Hemos creado un yermo perfecto, un escenario listo para el acto final.
Y entonces, ¿sorprenden los incendios? ¡Claro que no! Son la consecuencia lógica, la fiebre inevitable de este ecosistema terminal. El fuego danza sobre un polvorín de materia seca, alimentado por la ausencia de humedad que nosotros mismos provocamos. Avanza sin piedad porque el agua para combatirlo es escasa, está contaminada o simplemente ya no existe donde se necesita. Es la naturaleza gritando que ya no puede más.