Los mexicanos nos jactamos de festejar a la muerte, de burlarnos de ella, de tener una santa muerte y de esperar a que los muertos regresen del “más allá” para alimentarlos, darles de beber y ponerles altares con todo lo que en vida dio sentido al ser ya ido.
Durante al año esperamos la fecha del regreso permitido entre cempasúchil, veladoras, copal, música y agasajo. Nos emociona y conmueve la idea de reencuentro simbólico. La muerte se ha convertido en una luz de esperanza que el evangelio se ha empeñado también en hacérnosla ver como algo que es hermoso a los ojos de dios.
Se nos ha enseñado que la propia muerte de Cristo es un gesto de esperanza para la humanidad, aun después de muerto éste ha resucitado, está oculto en algún lugar, pero en algún momento regresará. Está en la misma condición que nuestros muertos, en algún lugar, aquí, allá o en el más allá, pero en algún momento regresarán. Su ausencia es un verdadero acto de fe. La muerte de Cristo nos hereda una experiencia, todos los vivos seremos testigos del milagro. Los muertos, al igual que dios, están aquí, nos acompañan, nos observan y nos cuidan.
El festejo del día de muertos es la renovación de la esperanza en el regreso, es una expectación emocional, aunque pueda ser una mentira, nos aferramos a ella, pareciera ser el último fin de nuestra existencia, porque sabemos que tarde o temprano seremos parte de ese mundo o valle de los muertos, ese gran más allá, en el que todos permaneceremos con la ilusión de no ser olvidados. La última certeza es que iremos hacia es infinito absoluto, esa metáfora que nos colocará en ese más allá, pero ese más allá no está donde lo imaginamos, está mucho más allá, tan lejano que podría ser un lugar que bien podría no existir.
La paradoja de nuestra muerte y sus festejos se ancla en un vacío, en algo inexistente, en una verdad que no puede ser comprobada, que no puede ser constatada en vida, el infinito no es algo que pueda ser experimentado mientras se está vivo. Simple ritual de duelo, un duelo permanente que juega terrenalmente entre la memoria y el olvido. Cada año, al menos por un día, preferimos la memoria ante el olvido.
La ausencia de nuestros muertos es necesaria para validarnos, la promesa del regreso y la reencarnación se nos ha vuelto un “realismo histórico”, algo posible con solo imaginarlo o creerlo, la muerte y sus festejos es algo parecido a un espacio de vértigo entre el pasado y el presente vivido, ese presente colmado de muertes, ausencias, de un no habitar.
Durante los festejos del día de muertos, los mexicanos matamos también la diferencia, nos volvemos uno, dejamos de ser extranjeros en nuestra propia tierra, nos entendemos y reconocemos en el otro, ese sujeto que durante todo el año representa una otredad, una amenaza constante, un ser ajeno. La muerte y sus festejos nos hermanan, nos colocan en el espacio común, nos sitúa en la pasajera realidad. Compartimos la experiencia de estar vivos, temporalmente, antes de irnos “al más allá” y los que queden nos festejen cuando estemos ausentes, cuando estemos en ese más allá. Que los que queden nos esperen con altares, viandas y música.
Como mexicanos y como humanos, la muerte sigue uniendo nuestras diferencias, por un día nos acultura, nos da sentido y esperanza de que triunfe, al menos por un día, la memoria por sobre el olvido.